El XII Congreso del PSPV que hoy clausurará el nuevo líder socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, se ha de­-sarrollado como buena parte de los anteriores, mediatizado por la cultura del enfrentamiento. La victoria del alcalde de Morella como nuevo secretario general no ha sido tan apurada como la de sus predecesores, que accedieron al cargo por un estrecho margen de votos, pero ni siquiera la holgada mayoría que se preveía, gracias al pacto de Puig con el sector de Francesc Romeu, propició la renuncia de Alarte y la negociación de la candidatura conjunta por la que suspiraba la dirección federal del PSOE. La guerra de guerrillas es el santo y seña del PSPV desde mucho antes de que Joan Lerma entregara al PP la presidencia del Consell en 1995. Hace ya 17 años que los socialistas no gobiernan la Generalitat. Desde entonces se han conocido tres secretarios generales y ninguno de ellos ha exhibido músculo electoral. La brecha abierta por el PP es cada vez mayor. La reiteración de las derrotas, lejos de estimular al partido, ha acabado por implantar un clima de resignación que acomoda a los dirigentes, habituados a entretenerse en el reparto de los despojos en una sucesión de escaramuzas internas tan cainitas como estériles.

Ximo Puig quiere romper ahora esa dinámica suicida. Le será difícil desprenderse de su pasado para desterrar la secular organización por familias que ha agrietado el PSPV. Y, ausente de las Corts, le tocará reeditar el sempiterno aislamiento y la invisibilidad de los líderes del PSPV que se han quedado fuera del Parlamento. De su capacidad para integrar a los hombres de Alarte y de su acierto para escoger el próximo cartel electoral dependerá su suerte. Es un buen fajador y está decidido a dar apertura al partido. La Comunitat Valenciana necesita una oposición que sea creíble como alternativa. A ver si llega ahora.