Decidida de antemano, la campaña electoral de las generales se centró en debatir con denuedo si el PP tenía un programa oculto. Los resultados económicos del actual Gobierno –que sus integrantes insisten en asignar al PSOE, en una curiosa dejación de poder– delatan la ausencia de cualquier programación previa. Los populares sabían desde un año atrás que accederían a la Moncloa, pero no habían preparado una sola medida correctora o taumatúrgica. Todavía hoy se limitan a copiar los recortes implantados en Cataluña, véase Ana Mato y el pago por recetas. Quedaba así demostrado que la «autonomía por arrastre» catalán que describía el ministro García Añoveros no se circunscribía a las restantes comunidades, sino que se propagaba al conjunto del Estado.

Lo único oculto en el inexistente programa del PP era Rajoy. El presidente practica el ocultismo en las situaciones más extravagantes. Sin ir más lejos, la ofensiva de los mercados del cuatro de abril de 2012 se sumará al armisticio parlamentario firmado por Zapatero ante idéntico enemigo el 12 de mayo de 2010, como dos fechas históricas del descalabro español. Europa tachaba de burla los presupuestos generales, lo cual no alteró los planes presidenciales para la Semana Santa. La cacareada productividad se detiene en la Moncloa, aunque nadie acusará a su inquilino de no haber enarbolado la ocultación con entusiasmo. Ha seguido la técnica de Hitchcock, que muestra al asesino desde la primera escena.

El programa oculto de ocultar a Rajoy se transparentó el martes en su aturullado abandono del Senado, como si fuera un imputado en lugar del depositario de los intereses y afectos de la ciudadanía. Aquella escena confirma que el presidente del Gobierno siempre pregunta por la puerta de salida, para evadirse de la engorrosa realidad. Por desgracia, su actitud contemplativa no evita que el New York Times se haya convertido en el último heraldo de la intervención económica, sucedánea de la militar, aunque desplegada con idéntico lenguaje y parafernalia. Así lo demuestra el tono amenazador de De Guindos, cuando remitía al empresariado catalán a un «ajuste de cuentas» pronunciado en alemán. En sí misma, la citada expresión es digna de una película de Coppola, y fue agravada por el responsable económico al señalar que la alternativa al actual Gobierno es peor. Es decir, que el vigente Ejecutivo del que forma parte es malo.

Si Sarkozy descalifica a España durante el intocable ocio pascual, tiene que ser Hollande quien le recrimine su exceso verbal, porque Rajoy sigue oculto. El presidente sólo responderá a las agresiones de sus colegas europeos una semana más tarde, a lomos del timorato «nosotros no vamos contra nadie». Cuesta acumular más negaciones en un solo enunciado, que se podría abreviar sin mentir en «nosotros no vamos». Como mínimo, los populares pueden presumir del monopolio de la actualidad, porque el oxígeno andaluz no ha sacado a los socialistas de la UCI. El acuerdo entre PP y PSOE resulta inverosímil. El mayor obstáculo no radica en los recelos mutuos, sino en la desconfianza de ambos hacia sus votantes respectivos, cada vez más exigentes y volátiles.

Conforme se difumina la sustancia de su mayoría absoluta, el PP la invoca con frecuencia creciente. Las reticencias a aferrarse a la mano que les tiende el PSOE desde el abismo se deben asimismo a los riesgos de una confusión por amalgama. Se empieza por una alianza parlamentaria y se acaba con un gobierno de concentración nacional en manos de un tecnócrata que se comunique esporádicamente con la opinión pública, a diferencia del oculto Rajoy. Al igual que sucede en otras esferas vitales, la ausencia de planes repercute en una multiplicación de los mismos. El afloramiento de la economía sumergida, que seguramente supera los márgenes confesados, se pretende combatir con una batería de iniciativas solapadas y contraproducentes.

Rajoy gobierna reclinado, sin atender a la evidencia de que los interventores económicos son más sañudos y certeros que los economistas primitivos que le examinaban durante su anterior experiencia en el Gobierno. Verbigracia, esta semana se ha entretenido con una Ley de Estabilidad Presupuestaria que no afecta en lo más mínimo a su Gobierno ni al siguiente. El horizonte del déficit cero se ha colocado en 2020, lejos del ámbito de las previsiones del economista más iluminado. Un presidente demasiado lento para tiempos acelerados.