Ya mí qué me importa si el rey informó o no al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, de que se iba de cacería a África. ¿Mejoraría o empeoraría esto los hechos? Pues no. Informado o no el señor presidente, el monarca se las habría pirado de igual forma. Lo que sí resulta preocupante es que su majestad se hubiera roto algo más que unos huesos en la sabana, y pusiera en jaque la situación de la Corona española. Porque en una de estas correrías, el rey bien pudiera dar un traspiés más terrible, tanto para su vida como para la estabilidad política del país.

Don Juan Carlos se partió la cadera mientras mataba elefantes en Botsuana, donde las cacerías llegan a costar entre 37.000 y 45.000 euros. Esta información se nos revela ahora, pero su afición a pegar tiros en África viene de lejos. Su conocimiento hoy la convierte en indignante, precisamente porque se realiza mientras el país desfallece en una profunda sangría económica, que ni los más resueltos médicos saben si podrán detener. Que don Juan Carlos se crujiera la cadera en África no ha tenido mayor alcance político que el enfado del Gobierno, lleno de razón. Pero podría haber sido un nuevo e imaginado Episodio Nacional de Benito Pérez Galdos, con el pueblo indignado mientras don Felipe se proclamaba rey.

La ejemplaridad de la institución monárquica cotiza hoy al precio más bajo desde su salida al Ibex político, tras la muerte del Generalísimo. Y son los mismos Borbones los que están llevándola a ese abismo. Por una parte, su majestad malgastando la pasta en ir a matar elefantes sin respeto a su maltrecho pueblo, entre el que se singularizan los infinitos parados y los protectores de animales. Por otro, su nieto, hijo de la infanta Elena, también hospitalizado por jugar a pegar tiros en el cortijo de su padre, al que borraron del retrato dada su afición a las rayas milagrosas, y no precisamente de polvos de Talco. Al fondo del cuadro, la otra infanta, Cristina, esposa y socia de Iñaki Urdangarin, que al parecer quedará eximida de ser juzgada por lo que parece una permisibilidad. Una veleidad inadmisible que tendremos que tragarnos como un sapo dando saltos. Una familia, en suma, en franca decadencia, que está perdiendo a zancadas el amor popular. Y eso era lo único que tenía.