En Grecia, un matón que va rodeado de gorilas y que obliga a ponerse en pie a los periodistas cuando aparece en una rueda de prensa —al grito amenazador de —«¡En pie, mostrad respeto!»— ha obtenido 440.000 votos y 21 diputados en el Parlamento. Las ideas de este hombre son muy sencillas: poner minas en las fronteras para impedir la entrada de inmigrantes ilegales, acabar con la prensa amarilla, exhibir el orgullo de ser griego y expulsar a todos los sicofantes, ese maravilloso vocablo griego que se dice igual en castellano y que designa a los traidores, los farsantes y los chivatos. En una Facultad de Letras, en los ya remotos tiempos de la transición, recuerdo haber visto un cartel que decía: «Muerte a los sicofantes». En aquella época, la pena de muerte se administraba con mucha alegría, y no siempre de forma metafórica. Y lo digo porque la palabra que me llamó la atención no fue «muerte», sino «sicofantes». Fue la primera vez que la oí. Y por lo que veo, no será la última.

Pero lo que me interesa de este político griego, cuyo nombre no consigo recordar —su partido sí, porque tiene un nombre muy hermoso, Aurora Dorada, aunque lo que haya detrás sea muy tétrico— es que nos anuncia qué clase de energúmenos van a sustituir a nuestra catastrófica clase política. Ya sabemos que los políticos actuales entregan cargos públicos a sus novias —y todavía tienen la caradura de decir que ahorran dinero al hacerlo— y contratan a sus amigos y familiares, y suben el sueldo a sus asesores mientras ordenan cerrar hospitales, y han arruinado las cajas de ahorros financiando proyectos disparatados y otorgando créditos a amigos y conocidos. Todo eso es innegable.

Pero los ilusos suelen creer que la alternativa a esa clase política surgirá de unos ciudadanos no contaminados por el poder, y que esos ciudadanos serán civilizados, serios, magnánimos, austeros, inteligentes y preocupados por el bien común. Eso es lo que creemos, o más bien lo que nos gustaría creer que va a ocurrir, pero esa posibilidad es muy remota. Y lo que ha ocurrido en Grecia nos lo demuestra. Para que la clase política mejore, la sociedad que la vota no puede ser una sociedad irresponsable y crédula que vive instalada en la mentira y en las consignas más pueriles. Si alguien se engaña trabajando dos horas y luego exigiendo unos servicios públicos que sólo pueden mantenerse trabajando treinta, o si alguien está convencido de que el dinero con el que se financian los servicios públicos cae del cielo, esa persona no está capacitada para ser representada por un político honesto, austero y eficiente. Nos guste o no, eso es imposible. Porque una sociedad así sólo puede tener una clase política irresponsable y mentirosa y corrupta. Los milagros no existen.

Los políticos actuales crean problemas en vez de resolverlos, gastan un dinero que no es suyo y no son capaces de transmitir un atisbo de esperanza a una sociedad que necesita tener confianza en el futuro. Pero la alternativa a esa clase política es una cuadrilla de políticos marrulleros, cínicos y brutales que no tendrán ningún escrúpulo en excitar los peores impulsos de los ciudadanos. Y esos políticos construirán su discurso a base de insultos y amenazas, inventando un populismo que combine las ideas —o más bien los prejuicios— de la derecha y de la izquierda. Y eso les permitirá atacar a los ricos y a los banqueros, y proclamarse representantes del pueblo trabajador, y acusar al capitalismo de robar y de explotar al «honrado obrero», al mismo tiempo que acusarán a los inmigrantes ilegales de aumentar el paro y de quedarse con los subsidios y las ayudas sociales. Eso fue, por supuesto, lo que hizo Hitler antes de llegar al poder, cuando acusaba a los banqueros de ser judíos y a los judíos de ser unos parásitos que robaban al honrado pueblo alemán. ¡Ah, los sicofantes! Ahí tenemos otro sicofante que llegó muy lejos.