No quiero abusar de un medio de comunicación general, como es un periódico, para seguir una polémica personal con Juan Vicente Yago y, por ello, no voy a seguir discutiendo sobre unas cifras. Las que yo daba están apoyadas en los presupuestos del Estado y de las comunidades autonómicas, y las suyas en estudios a instancia de parte. Que cada cual juzgue. Le noto en el buen camino porque en su último artículo, titulado Aclarando confusiones, ha descendido notablemente el número de adjetivos descalificadores, a pesar de que me considera todavía picajoso, obcecado, confundido, intransigente y gregario.

Pero vayamos al grano: lo que subyace en el tema de nuestro cruce de opiniones es ni más ni menos que la colusión de la esfera pública con la esfera privada. Ya Jesucristo, del que obviamente es seguidor el señor Yago, aconsejó que se diese a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar. No he mencionado el anticlericalismo que se me atribuye como otro más de los epítetos a los que es tan dado este señor. Es cierto que soy anticlerical, que como todo el mundo sabe, no es lo mismo que antirreligioso. El clericalismo es la ideología que defiende el dominio político de la Iglesia. Como considero que la religión tiene su propio ámbito, el privado, y la política el suyo, el público, se comprenderá que yo tenga que ser anticlerical cuando aquélla se quiere imponer a ésta.

Hace ya unas cuantas campañas presidenciales de Estados Unidos, tuvo éxito la frase «¡Es la economía, estúpido!». Pues bien, yo debo decirle: «¡Es el laicismo, buen hombre!». De lo que hablamos es del uso del dinero público, que debe ser empleado para beneficio de todos los ciudadanos, sin que se prime a una opción espiritual concreta. La escuela, por ejemplo, debe ser un lugar donde se enseña, no donde se adoctrina, por muy concertada que pueda ser. Un país vecino, como Francia, es un ejemplo paradigmático de la correcta aplicación del dinero público para fines públicos. Claro que los franceses supieron darse la envidiable ley de 9 de septiembre de 1905 que hizo realidad la laicidad del Estado en un país de preponderancia católica y protestante. Esa ley pudo ser aprobada gracias al apoyo de un numeroso sector de católicos, al frente del cual destacó Victor Hugo.

En fin, para no extenderme más, permítaseme decir que debería ser precisamente el católico español el primer interesado en promover la separación, y, por tanto, la independencia de la Iglesia frente al Estado. Ganaría en credibilidad y ejemplaridad. Evidentemente, perdería privilegios, uno de los cuales es la famosa X en la Declaración de IRPF, pero no creo que su Jesucristo hubiese querido obtener privilegios, sino igualdad entre los hombres.