Fuera de Valencia, Rafael Blasco sólo ha despertado interés, un poco del que sin duda merece el personaje, en Cataluña (Enric Juliana, por ejemplo) por razones antropológicas evidentes, ya que allá en el norte a veces nos consideran sus samoanos o sus nativos de las Trobiand. También es llamativo que mientras la prensa —con Levante-EMV a la cabeza— descubría nuevos y presuntos tejemanejes del político, esta vez con el vaciado de las huchas de los negritos como vehículo, un compañero veterano y lúcido me espetó «¿Cómo es que no decimos nada?» Se refería, claro, a los columnistas, que el relato periodístico, al menos en este caso, me parece que fue suficiente y valioso.

Les planteé el caso a otros supervivientes y alguno me recordó que Blasco hace las cosas por cajones. Cajones que guardan, por supuesto, un fondo reptiliano, quizás no mayor que el de otros departamentos, pero usado con astucia y productividad. En el fondo de ese cajón, dicen, hay dosieres temibles y los más antiguos explicarían, quizás, la medrosa parálisis que parecían exhibir los socialistas valencianos. Los más nuevos dicen que apuntan a Juan Cotino, nada menos, comodín decisivo de todas las combinaciones y para cuya familia —biológica y empresarial— ha dado la impresión de trabajar todo el Consell en pleno muy a menudo, lo que sin duda será legal, no lo dudo, pero es más feo que el culo de la mona Chita.

Cajones que tienen, aún, otras acepciones: memoria y fotos favorecedoras. Si se fijan en los nombres de la nube de implicados del caso de las ONG, son todos valencianos y valencianizados. Antiguos izquierdistas como el propio Blasco, intoxicados de política y con el colmillo como un viejo jabalí macho, pero muy avanzados a la hora de recortar y transmitir, reducir la política a su insustancialidad postmoderna de acto y escaparate y convertir una reunión de genocidas del paisaje en una asamblea ecologista. No parece que Blasco sea menos responsable en lo suyo que la alcaldesa Rita en el caso de los cleptómanos de las depuradoras.