El ministro de Educación está empeñado en castigar a los alumnos que no cumplan las expectativas docentes y suspendan alguna asignatura, y por ello llama a las obligaciones de los estudiantes y a una retahíla de deberes sin mencionar ningún derecho. Esa misma medida debería aplicarse a los numerosos diputados que no acuden a calentar sus escaños. Resulta patético ver al ministro Montoro (que tiene un apellido lleno de ceros) echar una arenga enfebrecida a un hemiciclo, somnoliento y medio vacío de señorías, que sólo se llena cuando llega el momento de votar. Es difícil exigir sin dar el mínimo ejemplo de cumplimiento de las obligaciones, las mismas que se les exigen a los estudiantes. Haría falta un suspenso parlamentario.

Algo parecido ocurre con el travestido ministro de Justicia, ayer aparente paladín del centro y hoy escorado hacia la ultraderecha derrapando en cada curva. Se preocupa muchísimo de los discapacitados que todavía no han nacido, pero desprecia a los que ya están aquí recortándoles, sin temblarle el pulso, las prestaciones a ellos y a sus sufridos acompañantes. De paso ataca a las mujeres en sus derechos más básicos.

Por no hablar de los sueldos desproporcionados de los políticos de turno, que sobrepasan las recomendaciones de su propio partido mientras recortan sin pudor los sueldos ajenos, funcionarios o no, llamando al esfuerzo colectivo, que suele querer decir el esfuerzo de los demás.

No es que incumplan los programas electorales, cosa que les trae al fresco porque hacen «lo que hay que hacer», como si no hubiera más remedio, es que contradicen sus palabras al minuto de pronunciarlas, y lo hacen con hechos, aplicando raseros a conveniencia. Así resulta muy complicado que nadie confíe en nadie.

La confianza da asco, dice el refrán, y va a resultar que tiene razón, con lo poco que me gustan los refranes.