Por una parte contamos con una democracia corrompida, tal y como previó el dramaturgo Henrik Ibsen en su polémica obra, en la que algunos de nuestros políticos, los corruptos, los imputados, no solo no dimiten sino que además son arropados por el partido político al que pertenecen, llegando al extremo en el que cuanto más criticados y abucheados son, más "pegamento" les colocan. Sociedad que, aún así, vuelve a votarles y con mayoría absoluta.

Contamos, también, con una diputada del partido gobernante que, públicamente en el Congreso, soltó un grosero exabrupto hacia –sin finalmente aclararse– parados o empleados públicos o resto de diputados o a la humilde sociedad, manteniendo su escaño con tan solo una reprimenda, probablemente porque el resto del Gobierno pensaba lo mismo.

Nos encontramos en una sociedad del siglo XXI donde las máquinas han contribuido a eliminar innumerables trabajos ingratos pero en la que los gobernantes, presionados por la empresarial, no legislan para disminuir ni la jornada de trabajo ni la edad de jubilación sino todo lo contrario, manteniéndose una escatológica explotación de más de un siglo y que impide un sostenible reparto del trabajo y de la calidad de vida.

Vivimos en una sociedad donde el ilegal acceso al empleo público ha derivado en las ya famosas cesantías del s. XIX –actuales expedientes de regulación de empleo (ERE)– y cuyo resultado será el mismo de aquel siglo: el caos administrativo.

Participamos de una sociedad en la que las majestuosas obras faraónicas han sido más elogiadas que la creación de colegios, institutos y centros docentes con dotaciones adecuadas con las que nuestra juventud pudiera obtener el nivel cultural e idiomático necesario para construir una sociedad de continuado bienestar.

Observamos una sociedad en la que está prohibida la publicidad engañosa pero no que en los programas electorales se prometa un edén con cornucopias de euros para la ciudadanía y cuyos engaños puedan perpetuarse mediante sofisticados métodos de psicología de masas.

Nos asentamos en una nación "neolaica" o laico-religiosa, unida a otras europeas por una deshilachada maroma llamada euro, donde lo primordial es conseguir el milagro de una banca poderosa en vez de la sencillez de vivir dignamente y donde nuestra credibilidad internacional es mínima porque hemos conseguido que el todo sea peor que la suma de las partes.