El estilo democrático que se ha impuesto con lo que algunos llamaron pretenciosamente «el fin de la historia» exige la celebración de consultas periódicas a la ciudadanía. Es triste constatar cómo se extiende la opinión de que en realidad todo está precocinado en el seno de organizaciones partidistas de particular opacidad porque hemos creado una superestructura de partidos políticos cada vez más endogámicos y atentos a sus propios intereses por encima de los de la ciudadanía. Un ejemplo claro es lo que acaba de ocurrir con Bankia donde el rechazo de los grandes partidos nacionales a abrir una investigación sobre una salida a bolsa que ha hecho perder grandes cantidades de dinero a mucha gente ha desembocado en una denuncia ante la justicia por parte de un partido minoritario. Los partidos grandes tenían intereses en el banco intervenido y en ningún momento han dado la impresión de querer que se supiera lo que de verdad ha pasado. La consecuencia es que los jueces intervendrán ahora por dejadez del Parlamento, que se ha movilizado demasiado tarde.

Esto desmotiva a la ciudadanía y desprestigia a la clase política. Los partidos políticos aparecen entre las instituciones menos valoradas del país y eso no es bueno. Este es un momento en el que los españoles y los europeos en general tenemos muchos frentes abiertos y poca necesidad de abrir otros melones. Pero las épocas de crisis son también momentos de oportunidad en los que puede ser posible enfrentar cambios que serían impensables en otro momento. El llamado movimiento de los «indignados» —todo lo difuso, inconcreto, descabezado y asambleario que se quiera— tiene, a mi juicio, la virtud de ser una llamada de atención ante el progresivo distanciamiento que se percibe entre gobernantes y gobernados.

Los partidos tienen que ser más abiertos y responsables ante la ciudadanía y sus estructuras menos conservadoras, exactamente lo contrario de aquella frase lapidaria de Alfonso Guerra cuando afirmó que «el que se mueva no sale en la foto». No se refería a los ministros del Gobierno —lo que hubiera sido lógico—, sino a los diputados del Congreso, que quería dóciles a sus instrucciones. Otra frase célebre suya se refirió al fin de Montesquieu y de la separación de poderes ante un Ejecutivo que extendía sus tentáculos al Parlamento y al judicial. Ya vemos adónde nos ha llevado eso, a un Congreso que es una mera caja de resonancia para las decisiones de la Moncloa (no concibo trabajo más aburrido que el de diputado de a pie apretando en cada votación el botón que le indica su partido) y a un Judicial paralizado durante años por la incapacidad de los políticos para repartirse cuotas de influencia en sus órganos rectores. El resultado es su alejamiento de los ciudadanos y el desprestigio de instituciones muy necesarias para la gestión de una convivencia en libertad. Hay que acercar la política al ciudadano para que se involucre y se sienta más partícipe y más responsable de lo que sucede en su entorno. Como un primer paso los partidos deberían establecer listas abiertas. No lo hacen porque eso disminuye el poder arbitrario de sus ejecutivas. La transición y sus transacciones impusieron cuotas nacionalistas que distorsionan el voto ciudadano pues no tiene sentido que IU tenga menos escaños que el PNV, pongo por caso, cuando le supera en votos por goleada. Las legítimas preocupaciones de los nacionalistas deben encontrar forma de expresarse y de defenderse en el Senado, que debería ser una auténtica cámara de representación territorial cuya inoperancia hoy es tal que nadie notaría su desaparición si se produjera.

Hoy los ciudadanos les pedimos a nuestros políticos que cierren filas y aúnen esfuerzos para sacarnos de la brutal crisis que padecemos, que se pongan de acuerdo en un par de asuntos esenciales como son la educación de nuestros hijos (que no puede cambiar con los vaivenes de la política), la estructura constitucional del Estado y la propia crisis económica. Y en el resto que se peleen cuanto quieran. Pero, por favor, que no jueguen con las cosas de comer.

He vivido los últimos años en los Estados Unidos y he visto cosas que me han gustado y cosas que no me han gustado en su sistema político, tan diferente del nuestro, pero admiro mucho la cercanía que allí hay entre elegidos y electores (los americanos conocen los nombres de sus representantes en el Congreso y en el Senado y se dirigen personalmente a ellos con cualquier motivo) y la pujanza del juego político entre la Casa Blanca y el Capitolio, con el Supremo como árbitro y garante último de la Constitución. La salud de nuestra democracia exige una mayor involucración de la ciudadanía en la gestión de las cosas públicas y eso no se consigue escamoteando debates en las Cortes o impidiendo investigaciones transparentes sobre las cuestiones de actualidad que afectan a nuestra vida diaria.