La península ibérica, decía el geógrafo griego Estrabón hace ya más de 2.000 años, parece una piel de toro. Y desde entonces, con esta costumbre que tenemos en España de ignorar a Portugal, nos hemos adueñado de la expresión de tal forma que la piel de toro y la propia península si me apuran son sinónimo de España.

Con esa idea crecimos, repetida en la publicidad, en los medios de comunicación, en los libros de texto o en la literatura; la cantó el poeta Salvador Espriu y la evoca el gigantesco toro de Osborne que yergue sus 14 metros de altura, erigido en emblema patrio, por las carreteras de España.

Pero la imagen me deja indiferente o, más bien, me produce un cierto desagrado. Me dice la razón que esa estampa debería estar firmemente arraigada en mi conciencia, pero no hay manera de que consiga emocionarme. Puede deberse, es cierto, a que en Asturias no sabemos muy bien para qué vale un toro, ahora que no sirven ni para cubrir a las vacas. Si hasta nos produce extrañeza que nos lleguen los extranjeros preguntando por los tablaos o los toros, porque para nosotros un encierro tiene más que ver con una forma de reivindicación laboral que con una suelta de animales por las calles.

Pero también a que es un símbolo al que hemos cargado de tantas connotaciones belicosas que resulta bien difícil cogerle cariño: la sangre, la lucha, la muerte son las primeras palabras que asocias a la piel de toro. Y, si entramos ya de lleno en los tópicos, también podemos hablar de la bravura y la casta. Todo demasiado combativo, demasiado agresivo para mi gusto.

Y, sin tener demasiados conocimientos de anatomía vacuna ni de geografía, pienso yo que la forma de la península ibérica se parecerá, igualmente, a una piel de vaca. Como lo escribió en griego, no sé exactamente qué habrá dicho Estrabón al respecto, pero todos los prohombres que lo sucedieron han obviado esa posibilidad -y digo prohombres porque es lo que hay, igual que no hay madres de la iglesia ni de la Constitución-.

Es una lástima que nunca hayamos explorado esa posibilidad, porque una vaca ya es otra cosa, ya podemos identificarnos con ella. Para los niños y niñas occidentales, que se siguen criando con la recomendación estricta de consumir al menos medio litro de leche al día, la vaca es la fuente nutricia cuya leche sustituye a la del pecho materno. Frente al toro salvaje, la vaca es doméstica; frente al macho bravío, ella es mansa; frente a la silueta lejana e imponente de Osborne, la vaca es cercana y cálida; frente a la piel de toro ensangrentada y desgarrada de Espriu, la dulce Cordera de Clarín es la vaca amada y casera.

A veces, me cuesta trabajo ser española. Nos cuesta, ya lo hemos hablado en este mismo foro, identificarnos con una bandera que todavía parece que no nos envuelve a todo el mundo por igual. Nos cuesta hablar de España así, con esas letras, porque en ellas se encierra más sufrimiento y más muerte de los que podemos soportar. Se necesitan tiempo y aciertos colectivos, es verdad; pero quizá necesitemos también poner al día nuestros símbolos, ajustarlos a nuestros valores actuales. Y, hoy por hoy, en medio de tanto miedo y tanto dolor, yo prefiero imaginarme mi país como una piel de vaca en la que me pueda sentir cálidamente abrigada.