Cómo son estos americanos. Acaban de darle la patada a una joven estrella del periodismo por aplicar algo de fantasía a sus entrecomillados. Se llama Jonah Lehrer y a sus 31 años era redactor en plantilla de la muy prestigiosa revista «New Yorker», una de esas publicaciones que ofrecen excelentes artículos de muchas páginas a las gentes que aman el placer complejo que ofrecen la lectura, el conocimiento y la reflexión cuando llegan de la mano. En el «New Yorker» escribieron J. D. Salinger y Truman Capote, por decir algo. Pero el pecado que le ha hundido en el infierno del descrédito no lo cometió Lehrer en la revista, sino en un libro éxito de ventas hasta que el escándalo lo retiró de la circulación. Se titula «Imagine: how creativity works» y predicaba con el ejemplo, aplicando la creatividad a imaginar que uno de los creadores diseccionados, Bob Dylan, había pronunciado frases que en realidad nunca salieron de su boca o, en el mejor de los casos, lo hicieron de forma distinta y en distinto contexto. Los fallos fueron detectados por otro periodista, Michael C. Moynihan, en «Tablet», una publicación digital que se subtitula «A new read of jewish life» (una nueva lectura de la vida judía). Moynihan escribe en «Tablet» sobre temas judíos, y «un tema judío» es una posible descripción de Robert Zimmerman, hijo de emigrantes hebreos llegados a Estados Unidos desde la Europa del este. Moynihan, pues, leyó el capítulo de Dylan y las cosas no le cuadraban. Algunas citas no eran como las recordaba. Empezó a investigar y presionó a Lehrer, quien, finalmente, aceptó que no podía atribuir buen número de los literales. Era incapaz de citar cuándo y dónde se pronunciaron. Fue la puntilla, porque Lehrer ya estaba bajo sospecha por haberse autoplagiado a partir de trabajos difundidos sólo en internet, una trampa que fue localizada por los lectores, pero no así por los editores, más centrados en evitar los plagios del papel al papel, pero poco atentos a la red. De ello podría deducirse un manifiesto en contra de la red y a favor del papel, si no fuera porque los quioscos del mundo entero, y los de nuestro país no son la excepción, están llenos no ya de copias, sino de puras invenciones de creatividad dudosas. Si han salido con los pelos de punta tras una exploración salvaje de lo digital, pidan a su quiosquero que les facilite una inmersión total en una semana completa de prensa rosa. Ya me contarán. Y no solo no despiden a nadie sino que cuando un autor mediático y televisivo es cazado en un plagio, sale por la tangente y el libro se sigue vendiendo como rosquillas. Porque aquí somos como somos, y no como los americanos, que son unos tiquismiquis.