Rajoy se dispone a rescatar a Europa, aunque los malditos extranjeros se resistan a verlo así. Para no empañar la solidaridad que le anima, el presidente del Gobierno rehúye el término rescate, que podría resultar humillante para los socios necesitados de su salvífica intervención. A fin de que el enfermo europeo no recele de su médico español, el líder del PP introduce consignas de moderado optimismo en su discurso. Al proclamar, por ejemplo, que «la mayoría de bancos» goza de una salud envidiable. Claro que los abyectos calvinistas, spinozistas y luteranos del norte del continente le refutarán con la evidencia de que las personas acceden a la condición de cadáveres con la «mayoría de su cuerpo» en perfecto estado. Sólo les falló el corazón.

España ha superado la disquisición sobre cuánto rescate es un rescate. Enredarse en dilucidar si la salvación artificial de los bancos constituye una intervención del país, equivale a sostener que no se interviene a la persona entera cuyos pulmones han dejado de funcionar. De hecho, la negación del problema integral se halla en la raíz del descalabro español. Millones de compradores de una vivienda creyeron que sólo su piso era del banco que les concedió un préstamo, por lo que recibían con agrado una cantidad desorbitada para sus posibilidades. En la hora del dolor fáustico, comprobaron que habían hipotecado su alma entera al diablo.

El Gobierno no quiere un rescate, sólo quiere dinero. Wolfgang Schäuble, el nuevo ministro de Finanzas español, ya ha declarado que sería el primero en quedarse con todos los millones que le ofrecieran sin una responsabilidad aneja, y que no procede «dar alcohol a un alcohólico». En lo político, el planeta lleva una década intentando prevenir un atentado que ya se ha producido, el 11S. Desde hace un lustro, se debate además para interceptar una crisis que ya ha ocurrido, mientras España acumula los parados mejor formados del mundo y a nadie se le ocurre empezar de nuevo. Lo cual no afecta a Rajoy, que sólo puede prometer un futuro sin él.