Hace justo medio siglo, el entonces presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, lanzaba un órdago al país prometiendo que antes de acabar la década de los 60 un americano pondría sus dedos en la Luna. Fue aquél un discurso de lo más original, no cabe duda, y lo dio en la Rice University un 12 de septiembre. Solo siete años después, Neil Armstrong se bajaba de aquel autobús espacial y, efectivamente, se posó en el satélite.

Además de la propia gira, las consecuencias tuvieron más repercusión que la propia naturaleza del garbeo. Generó una industria de investigación de la que seguimos tirando: las lentillas, el rayo láser, las herramientas sin cables, el café soluble, el tratamiento del agua, el velcro, el sistema GPS, el monitoreo cardíaco, el tubo de la pasta de dientes, los pañales, los detectores de humo, el código de barras, y hasta los controles de calidad, en una lista inabarcable para un folio solo.

El segundo efecto fue la movilización y la ilusión en un país que en aquella época sufría de un lío social importante, y de la pérdida de liderato en plena guerra fría. Y el tercero fue el prestigio absoluto en el planeta por la hazaña, tras la que vinieron muchas más.

En Europa, 50 años después, el viaje a la Luna suena a un pasado irreal y fantasioso y no está, ni se le espera, un señor que se proponga un reto similar, que no tiene por qué ser fuera de la Tierra. En Europa, 50 años después, el único viaje que se nos propone es el seguir endeudándonos hasta las cejas, el de cerrar centros de investigaciones en nombre de los intereses del Tesoro, el de desahuciar a miles de familias por orden del mercado y el de pedir clemencia para seguir existiendo en los centros financieros.

En la Europa que se quedó atrás riéndose con suficiencia de las extravagancias del vecino americano, el mismo que vino a rescatarla en la II Guerra Mundial y posteriormente a pagar sus platos rotos, los países ya no están gobernados por políticos geniales, por magos de la movilización, por poetas imaginativos sino por banqueros a los que no ha elegido nadie. Por eso Europa no va a la Luna, ni despegará siquiera de la rampa. Y por eso mismo España, huérfana de líderes con ideas propias €«no queda otro remedio», te explican cuando te ahogan un poco más el cuello€ sufre hoy su segundo cataclismo tras la caída del imperio.