En cuatro años, la denominada gastronomía molecular o tecnoemocional ha pasado a mejor vida por la crisis económica. El funeral comenzó en 2008, aproximadamente. Aún quedan restos desperdigados y ciertas técnicas muy útiles. Pero la tapa (a menudo guarrindonga), las servilletas de papel y las mesas sin manteles, han conquistado el mercado. ¡Oh!, ¿qué se hizo de las esferificaciones, el cloruro cálcico, el alginato alcocel, la pectina, la goma xantana o la glucosa atomizada del laboratorio de Frankenstein?

De la cocina del chup-chup doméstico, a fuego lento, la olla, la cazuela, la manoseada abuela o el clasicismo francés renovado, la década 1997-2007 fue la de la alianza gastro-científica. Los físicos y los químicos se convirtieron en los segundos y pinches de cocina de las estrellas de la gastronomía molecular y de vanguardia. Con la ventaja de no estar obligados a pelar patatas, vigilar las salsas, programar el escandallo o sacar la basura al contenedor. El lema fue «siente un científico a su cocina/probeta/laboratorio para realizar experimentos y trampantojos».

Los artistas de la cocina (algunos, filósofos de ocasión) le pusieron un pisito a los químicos y físicos. Al poco, se añadieron ingenieros, diseñadores industriales y hasta patólogos forenses. Y cocineros pedantescos €analfabetos funcionales, en algún caso€ comenzaron a pontificar sobre la «reacción de Maillard» como si tal cosa (un médico había disertado sobre ella en un congreso de gastronomía). Y me decían: «A este cochinillo con orejones le he hecho un Maillard». Es decir una «glucosilación o glicación no enzimática de proteínas», descubrimiento del científico francés Louis-Camille Maillard en 1910. Lo que prosaicamente se conoce como caramelización de los alimentos.

Acerca de aquella década 1997-2007, Miquel Sen escribió que «de una manera perversa, cocineros y comentaristas gastronómicos, o simples "gastros", han dado por bueno el tubo de ensayo lleno de algún cóctel o sustancia que, gracias a esta presentación, tiene un carácter pseudocientífico, próximo a una aventura de Tintín en la Luna». El texto es de 2007. Después, los acontecimientos se precipitaron. Ahora mismo, la vanguardia no está de moda y, empresarialmente, es una ruina. Durante aquellos años, el camino que llevó la ciencia a los fogones tuvo la dimensión de una autopista de la información y del dinero.

Hoy, el péndulo ha basculado hacia el tapeo de diseño, el nuevo paradigma de la modernidad. Bastantes chefs mediáticos han hecho del tapeo y el gastro bar una versión prêt-à-porter de sus creaciones, Zaras para los urbanitas, finolis o progres. «Hemos llenado de conceptos y de ladrillo visto el viejo bar de tapas, al que también hemos dotado de un léxico a la altura de los tiempos» (José Ramón Martínez Peiró). De hecho, se ha regresado a la ensaladilla rusa, las patatas bravas o la gamba en gabardina, el no va más de la modernez. O a las denostadas hamburguesas yanquis.

Por el retrovisor vemos en la cuneta el nitrógeno líquido, las infusiones químicas, la cromoterapia blanca o las arenas de polipodio. No hay cuota de mercado para la vanguardia. La carestía de la vida (frase inmarcesible) ha favorecido la resurrección de la España eterna (casi sin distinción de clases sociales), reunida en los bares de siempre; en el paseo marítimo (cenando el contenido de las merenderas en mesitas y sillas domésticas, al modo de los años 60); y en los gastro bares in, sentada a unas mesas repletas, caóticamente, de platos y platillos. «¡La Champions League de la economía!», según la lúcida sentencia de un expresidente del Gobierno.