Mira por dónde, van las mujeres y copan el cajón. El sexo débil resulta que no es tan débil y pone en ridículo al prepotente sexo fuerte de toda la vida. Aquel patriotismo de banderas con himnos y mano en el corazón, salvado por la campana gracias a ellas. Entonces el mundo descubre que esta tierra, tan metida en crisis, tiene unas mujeres estupendas.

Pero siempre ha sido así, no crean, siempre han estado en el pódium, también en el otro, en el más importante, el de la vida, y que nos hemos empeñado en hacerlo invisible año tras año. Sólo reaccionamos ante el oro o la plata, ya ven. Somos tan miopes que ahora nos han dado una lección también ahí, por si no lo sabíamos. Porque ellas son oro en muchas cosas, en el afecto, en el cariño, en la compañía, en la alegría. Oro en la perseverancia, en la ternura, en la pasión. Oro en la rebeldía, en la solidaridad, en la fuerza, en la firmeza, en la paciencia. La lista sería inacabable, les advierto.

No hacen falta olimpiadas, ni himnos, ni jueces que puntúen; lo sabemos de sobra. Aunque algunos se empeñen en minimizarlas, en restarles protagonismo, en burlarse de sus aspiraciones. Aunque insistan en imponerles sueldos reducidos (más reducidos todavía, quiero decir), tareas superpuestas no reconocidas, cuidados de dependientes gratis, o maternidades no deseadas. A pesar de todos esos obstáculos añadidos en su carrera, son oro.

Mientras, el poder vulnera las leyes que aprueba sólo de cara a la galería, insiste en la desigualdad y se ríe con los chistes que las ridiculizan, intentando silenciar su voz imprescindible. Pero, aun con trampas añadidas, ellas siguen corriendo, más allá de las dichosas medallas, lejos de la fanfarria y el protocolo, exigiendo aquello que promueve una sociedad mejor y más justa para todas y todos. No me digan que no son de oro.

También saben luchar, remar y meter goles en el agua, por si alguien tenía dudas, pero lo que mejor hacen es vivir y, con frecuencia nos empeñamos en no dejarlas.