Finalizados los no sé cuántos Juegos Olímpicos de la era moderna, más de uno y menos de una se han quedado compuestos y sin pareja, es decir, medalla que morder. Eso sí, hay platas que son oro, bronces que son plata y diplomas que son bronce: el que no se consuela es porque no quiere. Eso para la prensa mal llamada "nacional", para las grandes cabeceras. Para la también mal llamada prensa local, los titulares llegaron a ser hiperrealistas: ha habido oros, platas y bronces gallegos, catalanes, canarios, y hasta algún castellano-manchego. Y me dejo varias nacionalidades, regiones, países, naciones (a gusto del lector). Lo cual me lleva a escribir que los atletas que lucieron el horrible "chándal" de factura rusa en la clausura (le superó en apología del feísmo el uniforme de los británicos en la inauguración, diseñado por la hija de Paul McCartney: "¿quién es esa señora que canta?" preguntaron Renata y Olivia a su madre, mi amiga Teresa, "no es una señora, es un beatle." Creo que no quedaron muy satisfechas con la respuesta.) Decía y digo, que esos atletas, si se hubieran presentado luciendo los trajes regionales de sus respectivas patrias chicas, habrían ganado medallas para Galicia, Canarias, Cataluña, Castilla-León o Euzkadi, pero ninguna para España porque España no existe. Lo mismo que Nietzsche proclamó la muerte de Dios en el siglo XIX, alguien debería proclamar la muerte de España en el XXI. Son, han sido, entes supraterrenales de similar malevolencia y de parecida estulticia.

Pero no se me ocurre ni un solo pensador de altura, de la altura del solitario de Sils Marie, para lanzar la proclama. Para cualquiera de talante conservador, sería una especie de autoflagelación, de martirio, con lo cual no vale. Los de talante progresista, no llegarían jamás a la afirmación última pues se perderían, como es su costumbre, en un proceso dialéctico interminable. Así pues, para salvar no sé qué muebles, escribo: España ha muerto asesinada por el medallero olímpico.