Cuesta escribir en verano de algo que no sea el calor, la sequía o las moscas. Sin embargo, el verano no es un tiempo inocuo para el medio ambiente. Si hablamos de fenómenos naturales, nada hay que temer: la variada biodiversidad se resiente durante el verano pero pronto se recupera con las primeras lluvias. Decenas de especies vegetales y también de fauna sufren con la falta de agua, con el estiaje que seca los ríos y con la tremenda evaporación que elimina cualquier rastro de humedad. Sobrevivirán.

Otra cosa bien distinta es el deterioro de origen humano; con matices estacionales si se quiere, pero constante y demoledor como una gota malaya. Dicen de ayer, 15 de agosto, que es el día del año en el que más gente hay de vacaciones en España. En otro tiempo eso habría supuesto un importante descenso en el consumo eléctrico y de combustible y, en consecuencia, un alivio, siquiera temporal, para el sistemático castigo al que está sometida nuestra atmósfera, con las emisiones de CO2, de dióxido de nitrógeno o de partículas. Pero todo ha cambiado. No es invierno, no hay calderas ni calefacciones, no hay casi fábricas en marcha, pero miles de camiones siguen en las carreteras; millones de usuarios se desplazan en vehículos particulares hacia la playa o el interior y el aire acondicionado se ha extendido imparable por todos los hogares. Hace tiempo que los récords de consumo eléctrico se trasladaron al verano y no parece tampoco que en agosto haya un descenso en la demanda de petróleo y sus derivados. En consecuencia, nuestro ocio también contamina y aunque no es momento de amargura sino de disfrute, tampoco convendría perder de vista la «huella» que cada uno de nosotros dejamos diariamente en el planeta. También en verano. A lo mejor es tiempo de volver al botijo y no abrir tantas veces la puerta del frigorífico para encontrar el agua fresquita. Por ejemplo.