Bajar al río era jugar. Entre naranjos llegábamos al viejo pozo, nos poníamos las sandalias de goma y nos metíamos en sus aguas a merced de la corriente. Entonces todos veraneábamos en nuestros pueblos. No sabíamos todavía que la única estación de la infancia era el verano y sentíamos el entusiasmo de los veraneantes al descender por el río con improvisadas barcazas en las que viejas cámaras de neumáticos gastados hacían de flotadores. En aquel entonces las acequias seguían regando la huerta y los pueblos tenían dimensiones habitables, las estaciones y los cultivos marcaban nuestras fiestas y el ritmo del tiempo era mayoritariamente rural. Como recordaba Bernardo Atxaga: «Los que nacimos antes de 1960 hemos podido ser testigos de la desaparición de una forma de pensar y de vivir que, en más de un aspecto, llevaba miles de años sobre la tierra». Pero nuestra agricultura no fue tan protegida como la francesa y nuestros cantautores quedaron lejos del prestigio de la canción francesa. Mientras descendíamos por el río oíamos a France Gall en su «Poupée de cire, poupée de son» que ganó en Eurovisión en 1965. Más tarde declinó rodar «El último tango en París» de Bertolucci y vivió la pérdida de su marido y su hija hasta que volvió a tener éxito con una canción que era un homenaje a Ella Fitzgerald: «Ella, Elle L´a». Según un poema recordatorio de Gil de Biedma: «Europa estaba en ruinas... En España la gente se apretaba en los cines y no existía la calefacción... ¡Cuánto enseguida te quisimos todos! Canción francesa de mi juventud».

Ya lo dicen las voces de cierta prensa alemana, los pueblos mediterráneos somos proteccionistas, conservadores y tenemos tendencia a dejar de lado las reformas estructurales. Voces que acusan a los franceses de estar pasados de moda, de ser reacios a cambiar y por eso pueden acabar convirtiéndose en otra Italia o España, países enfermos en su obsesión nostálgica, mientras que los países del norte se aferran al presente y a la competitividad para no perder el tren de la globalización. Se alejan así las almas alemana y francesa, crece la falta de empatía en el viejo eje, por un lado el miedo de los franceses a quedarse atrás en el área económica y por otro lado la idea de que el ser modélico del alma alemana ilumina a todos los europeos. Crece la rivalidad de tópicos entre el trabajar para vivir mediterráneo o el vivir para trabajar de los países del norte. Mientras que unos se aferran al presente competitivo, otros parecen encerrados en la «nouvelle vague» o en aquella vieja canción francesa, el difícil arte de encajar el pasado en el presente desregulado que arrasa con lo que no es competitivo.

El enigma del agua, el eterno transcurrir del tiempo, parece que nos negamos a envejecer aferrados a las ensoñaciones de la memoria.

Hoy la huerta se ha visto reducida a sus zonas protegidas de Carpesa, Benifaraig y Borbotó. La Comunidad de Regantes del Turia ve recortados sus ingresos. De la agricultura al espacio del ocio junto al río. La ruta fluvial con sus bicicletas, paseantes, gente corriendo, los puentes, pescadores, jinetes en paisajes de ribera. Un parque natural hasta la ciudad, una ruta ciclista de 23 kilómetros entre la Pobla de Vallbona y el Parque de Cabecera con sus 35 hectáreas al lado de Mislata. Parque con estanques, poblado de fresnos, pinos, sauces y chopos. Cerca está el Museo de Historia de la Ciudad en un edificio industrial de 1850, un viejo depósito de agua de Ildefonso Cerdá. En Riba-roja, alrededor del Pont Vell, se celebra cada cinco años una ofrenda al río de los poblados ribereños del Turia de las tres comunidades que atraviesa. Se interpreta el «Homenaje al río Turia» de Alberto J. Sanz por la Orquesta Sinfónica del Conservatorio profesional de música y danza de Riba-roja, una composición dividida en diferentes movimientos: «Manantiales», «Los desastres de la riada», «Atardecer en los lagos» y «Apacible transcurrir»€

Un río da prestancia a un lugar. Ahora vuelven las frutas y verduras, los tomates y las cebollas tiernas, los melocotones y los ciruelos a la venta directa en las puertas de las casas, en las carreteras donde los fines de semana los agricultores ofrecen directamente los productos de sus pequeñas huertas. Ya escribía en «Años luz» James Salter que: «La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul a cuadros sobre el que hay sal vertida. El olor de tabaco. Queso brie, manzanas amarillas, cuchillos con mangos de madera».