El líder moderno no es sólo el que manda, sino el que tiene una visión estratégica, conocimiento. No actúa a impulsos y siempre, sino que mira a lo lejos. El líder es el que consigue que todos ganen. Es conductor de otros líderes, se rodea de aquellos que pueden superar al mismo líder: es formador de formadores, director de directores, líder de líderes. Para esto es necesario que no busque el éxito personal y mucho menos a toda costa. El líder ha de tener, en primer lugar, capacidades profesionales: no vale la buena voluntad, el buenismo, sino que su prestigio de liderazgo ha de estar asentado en un conocimiento sólido, en un prestigio profesional. Y a su vez, no se trata de que sea una persona hiperactiva, trabajador infatigable, hombre de acción. El líder ha de tener tiempo de reflexión, tiempo para sí: si no, sólo será un tonto inteligente, quizá útil.

También ha de ser íntegro. Tiene que decir siempre la verdad, a quien, lógicamente, corresponda conocerla. Lo que más desbanda a los grupos es comprobar que el jefe es un corrupto: que miente, engaña, defrauda, etc., es decir que le falta una coherencia interna. El líder tiene que tener palabra y cumplirla. Si se ha equivocado, está obligado a rectificar, a pedir perdón. Se aprende de los fallos y de comentar con lo colaboradores esos errores. El líder ha de ser generoso. El líder que se siente imprescindible cuanto antes debe ser prescindido. El líder es una persona confiable: genera confianza, porque es fiel a los principios. Y a su vez, ha de tener fortaleza, carácter para asumir los contratiempos y saber aguardar los tiempos, encajar las desavenencias, ser fajador como decimos en Valencia.

Muy bien, pero toda esa teoría ¿es viable? ¿Se puede ser así? ¿No será más bien una visión idealista? Pues bien, la crisis que padecemos no es económica, sino política, o mejor dicho moral, porque el acento se ha puesto en lo técnico (en los objetivos) y no en lo humano (las personas). Se puede ser un perfecto… sinvergüenza.