De un tiempo a esta parte, en los museos hay que sacar las entradas de antemano igual que si se tratara de la ópera, el ballet, o el teatro. Sucede que también los museos han descubierto las virtudes del marketing y, en vez de enseñar los cuadros como siempre, los agrupan bajo un rótulo llamativo para que se organicen colas inmensas de espectadores deseosos de decir que estuvieron allí. El asunto no tendría mayor enjundia si se tuviese la costumbre de reservar localidades como se reservan las mesas en los restaurantes ésos de los cocineros estrella: con meses de antelación. Pero a veces no caes en la necesidad postmoderna de tener a los museos por templos del placer obligatorio y te llevas un chasco.

Hace años, cuando quise ver la exposición que reunía los cuadros de Millet y las mismas obras pintadas por Van Gogh €quien jamás vio en persona los lienzos del primero€ en el Quai d'Orsay de París, resultó que había que tener los billetes para acercarse un día concreto a una hora determinada. Menos mal que cuando fui por allí resultó que los trabajadores del museo estaban en huelga y el portero me dijo, cuando le pregunté si podía entrar, que hiciese lo que me viniera en gana. Dios aprieta pero no ahoga.

Con la sabiduría que dan los desengaños, nada más saber que el Thyssen iba a traer la obra de Hopper a Madrid me metí en la página web del museo y saqué entradas para Cristina y para mí. Tan organizado está el asunto que hasta me enviaron un correo electrónico la mar de fino dándome las gracias. Está bien eso porque en otra ocasión en que escribí al Von Thyssen por ver si les interesaba intervenir en un proyecto de I+D+i que teníamos en marcha dejándonos fotografiar algunos cuadros, ni me contestaron. Se ve que la mercadotecnia tiene más futuro que la investigación.

Debo confesar que me acerqué a ver la exposición de Hopper con cierta cautela; cualquiera sabe con qué nos puede sorprender el talento de quienes imaginan citas multitudinarias. Pero me equivoqué de medio a medio: allí estaba el Hopper de verdad, el de la soledad, la angustia y el silencio. Si Munch ponía el ruido €el de un grito€ hasta en el título de sus cuadros, Hopper no necesitó ni siquiera usar ese recurso literario para transmitirnos la sensación de la falta de sonidos en el planeta del aislamiento humano. Pero los lienzos de Hopper tienen también título; me quedé mucho tiempo delante del que nombró «Brisa de tierra», el óleo de 1939 en el que un barco con tres tripulantes a bordo, aparejado con vela cangreja y sin foque, pasa junto a una boya. Tuve una reproducción de ese mismo cuadro durante mucho tiempo delante de la mesa de trabajo, sin saber siquiera quién había sido su autor. La compré en una tienda de carteles en Londres, justo delante de Captain Watts, en Dover Street, cerca de Piccadilly Circus. Captain Watts era la meca de los navegantes cuando en España apenas era posible comprarse un traje de agua. Pero los personajes del cuadro de Hopper van con el torso desnudo: es verano. Miran, por supuesto, a la boya, sin cruzar ni un gesto.

Cuando me enteré de que esa reproducción era de un cuadro de Hopper, una gotera me la hizo polvo. No puede tratarse de una casualidad. Se ve que el enorme pintor que fue el pintor nacido junto al Hudson prefería el silencio de lo misterioso, imponiéndoselo a los demás incluso después de que la muerte se lo garantizase.