Enredada como está España en una eterna fiesta de moros y cristianos, no habrá de extrañar que el presidente del Gobierno utilice el término árabe «algarabía» para definir „y tal vez minusvalorar„ la manifestación a favor de la independencia de Cataluña. Algarabía es una palabra vetusta que ya ni siquiera usan los registradores de la propiedad, pero Rajoy guarda maneras de clásico y tampoco sería razonable pedirle que rompa a hablar en cheli a estas alturas.

Cuestiones filológicas aparte, no le faltaba razón cuando dijo que lo último que necesita España en estos momentos de crisis es un follón de naciones e identidades que aumente el ya considerable nerviosismo de los inversores. El dinero es una materia de esencia miedosa que tiende a huir de los conflictos: y lógicamente pondrá pies en polvorosa ante cualquier situación que evoque la de Yugoslavia.

Aun así, es probable que muchos encontrasen poco apropiada la reducción de la marcha por la independencia a una mera algarabía. El copioso número de manifestantes no avalaba en modo alguno ese desdén, acentuado además por el origen sarraceno de una palabra que la Real Academia equipara en su primera acepción a la lengua de los árabes (o Al Arabiyya). En un sentido más amplio, la algarabía es el griterío confuso de varias personas que hablan al mismo tiempo: una costumbre racialmente española que al parecer heredamos de los musulmanes. Las mesnadas cristianas encontraban incomprensible aquel guirigay de jotas y sonidos guturales que servía a los moros para entenderse entre ellos; aunque lo cierto es que acabamos por adoptar ese hábito de hablar todos a la vez que le da su inconfundible ambiente español a los bares.

No parece que la manifestación de Barcelona fuese inspirada precisamente por la morisma de Al Qaeda, aunque sobre este punto habrá que atenerse, como es lógico, a las pesquisas de los servicios secretos que se encargan de calibrar el grado de infiltración islámica en el país. Bien al contrario, los manifestantes que comparecieron ante las cámaras de la tele presentaban aspecto de gentes de orden y clase media que, en general, ­venían a fundar sus deseos de independencia en el hecho de que «somos distintos». Nada más cierto. Todos los reinos autónomos de España coinciden en que son diferentes a los demás: y acaso sea esa común reclamación de la desigualdad lo único que, paradójicamente, los iguale.

Son rasgos propios del nacionalismo que „ya sea catalán, español o groenlandés„ atiende más al sentimiento que a la razón. La crisis, eso sí, ha vestido de motivos financieros lo que siempre había sido un impulso basado en la etnia y/o el territorio, de tal modo que la disputa se centra ahora en si Cataluña le debe cuartos a España o si son más bien los contribuyentes catalanes quienes pagan el PER de Andalucía y el AVE gallego. Sobra decir que cada una de las dos partes defiende con vehemencia típicamente española sus posiciones.

Todo este lío ha de guardar quizás alguna relación con los ocho siglos de ocupación musulmana de la Península que, entre otras cosas, nos ha regalado palabras como esa «algarabía» a la que alude Rajoy para menoscabar la importancia numérica de una manifestación. Igual el presidente lleva razón en el fondo; pero aun así resulta imperdonable que ignore la vieja tradición de moros y cristianos que caracteriza a este país. El de la algarabía y la algazara.