Esperanza Aguirre tenía que irse así, dando que hablar. Todo apunta a que el quebranto en la salud ha sido determinante. Y también a que late algo más. La prisa que se dio Moncloa en señalar razones familiares y de salud exclusivamente mosquea. Un comunicado y diligente de la Presidencia del Gobierno es una rara avis que ilumina a los malpensados, aunque igualmente resulte comprensible porque es lo único que le faltaba a Rajoy. Después del aire independentista propinado por Cataluña, ahora este girón de consecuencias imprevisibles en la piel de su propio partido en «Madrid, Madrid, Madrid, la cuna del requiebro y del chotis». Los analistas más proclives a la dama de hierro no disimulaban en los últimos tiempos su desesperación. Y, cuando hablo de analistas, excluyo a Sánchez Dragó aunque fuera el más entregado a la causa.

Querían que tomase las riendas ya. Que sólo alguien como ella era capaz de enderazar el rumbo. Esto lo he leído yo con estos ojitos. O no tenían ni idea de la noticia que iba a producirse como me temo o se la olían y querían inyectar en la presidenta madrileña los bríos renovados de sus mejores faenas. No lo han conseguido. Aunque por sus meteduras de pata diera a veces la impresión, Esperanza Aguirre ha demostrado no tener un pelo de tonta y ha dicho hasta aquí hemos llegado. El momento por el que atravesamos no puede ser más tremendo si no fuera porque el Gobierno existe. La lideresa escogió para el inicio de curso un cole en un municipio minúsculo de su comunidad y aun así no pudo evitar que le tiraran una fiambrera. Lo único que le quedaba era administrar miseria, de la que la muestra más evidente ha sido esa entrega en cuerpo y alma a un proyecto, si me lo permiten, un pelín megalómano como es el de Eurovegas. Y en el horizonte, la piña que va a darse su partido en las próximas generales, con la evidencia de que la consiguiente descabalgadura de Rajoy llegará demasiado tarde para ella. Es la vida.