Harold Nicolson, en su célebre tratado sobre la diplomacia de 1939 decía que las tareas del embajador eran esencialmente representar, informar y negociar. Poco ha cambiado desde entonces, aunque la revolución de la información y de las comunicaciones haya afectado al fondo y a la forma en la que estas funciones se desempeñan. Hoy los viajes de presidentes y ministros son moneda constante mientras que Roosevelt y Churchill nunca se había encontrado antes de la Segunda Guerra Mundial. También las noticias vuelan y no es tarea de los diplomáticos competir con las agencias de información, sino hacer llegar a sus gobiernos evaluaciones razonadas de aquello que ya han conocido por la prensa. Recuerdo un día que Gromiko, entonces ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, respondía en Nueva York a un periodista que le interrogaba sobre un reciente atentado que mejor se lo contara él mismo porque llevaba un par de horas metido en el Consejo de Seguridad y no sabía nada. Pero había que ser soviético e importarle a uno muy poco la opinión pública para responder así. Durante años, los políticos trataron de competir sin éxito con las agencias de noticias y volvían locos a sus colaboradores. Sigue siendo verdad que la información es poder.

Los primeros embajadores eran nobles o comerciantes acostumbrados a viajar y quizás políglotas (nuestros políticos hoy siguen sin serlo) a los que su soberano encomendaba una misión ante el gobernante de otro país. La misión se agotaba en sí misma y el embajador regresaba colmado de honores y riquezas o perdía la cabeza en el intento. Aún a principios del siglo XIX lo primero que hacían los otomanos cuando iban a declarar la guerra a un país era encerrar a su embajador en una fortaleza y solo lo soltaban al firmar la paz, habitualmente años más tarde.

La República de Venecia fue la primera en tener representantes permanentes en otros países porque eso le permitía establecer relaciones personales que redundaban en una mejor protección y defensa de los intereses de la Serenísima. Se inventaron así las embajadas residentes. Desaparecida Venecia como sujeto de derecho internacional desaparecieron también sus embajadas y hoy es la de España ante la Santa Sede, en Roma, la más antigua del mundo pues la establecieron los Reyes Católicos en 1483, nueve años antes del descubrimiento de América. Los Estados Vaticanos, situados entre los dominios españoles de Nápoles y Milán, tenían una importancia vital para nuestros intereses y por eso durante un par de siglos nuestros embajadores gastaron mucho dinero y esfuerzo para influir en el Espíritu Santo y asegurar que los cónclaves elegían a papas favorables a nuestros intereses pues cuando autorizaban a poner impuestos sobre los bienes de la Iglesia en los dominios de la Corona, sus rentas superaban el valor de la plata que traían las flotas de Indias...

Viene esto a cuento por la muerte en Benghazi de cuatro funcionarios norteamericanos entre los que encontraba el embajador Christopher Stevens, un profesional veterano del mundo árabe que tuvo una actuación destacada apoyando a los rebeldes que acabaron con Gadafi. Recuerdo ahora también a mis amigos Pedro Arístegui, embajador de España que murió en Beirut en 1986 durante la guerra civil libanesa (yo dirigí la misión que devolvió a España su cadáver) y Jaime Ruiz del Árbol, asesinado junto a una veintena de campesinos cuando las fuerzas de seguridad guatemaltecas atacaron nuestra embajada con cócteles molotov, ocasión en la que se salvó por los pelos el embajador Máximo Cajal.

Los disturbios actuales han comenzado con una mala película hecha en EE UU que da una imagen vejatoria de Mahoma y que nadie ha visto aunque la ha jaleado el reverendo Terry Jones, un energúmeno que se hizo famoso con la quema del Corán en su templo de Florida. La ira popular se desbordó en El Cairo donde se asaltó la embajada americana, pero lo de Libia fue peor porque hubo un ataque con morteros planificado previamente que muestra la fragilidad de un país que Gadafi dejó arrasado. Lo fácil fue acabar con la dictadura, lo difícil es hacer una Libia democrática. Por ahora la llamada primavera árabe ha acabado con algunos regímenes corruptos y totalitarios pero aún nos dará muchos sobresaltos antes de que estos países encuentren sus equilibrio internos y funcionen con normalidad.

El problema es que estos disturbios se han extendido en el mundo árabe y junto con los recientes rifirrafes públicos entre americanos e israelíes a propósito del programa nuclear iraní calientan la región y complican un panorama electoral que Obama desearía no sufriera turbulencias procedentes del exterior. Su consuelo puede ser la metedura de pata de Romney al analizar lo ocurrido en Bengazi.