Si Rubalcaba abandonara hoy mismo todos sus cargos, generaría menos expectación mediática y ciudadana que la dimisión de Esperanza Aguirre, presidenta de una provincia española. A cambio, la partida del hombre que acabó con ETA, antes de extraviar su olfato analítico, aliviaría a los partidarios de una oposición que no se limitara a servir de eco matizado a cada propuesta del Gobierno. El miembro del Ejecutivo peor valorado en todas las encuestas es Mariano Rajoy „por debajo incluso del ministro Wert„, un descalabro sin precedentes entre los ocupantes de La Moncloa. Simultáneamente, sólo hay un político español a cualquier escala menos estimado por la población, el secretario general del PSOE.

El argumento capital para no criticar al PSOE es la crueldad del ensañamiento con los perdedores. Sin embargo, la desafección creciente hacia los socialistas se compensa con la restitución de las mayorías de izquierdas junto a IU, véanse los resultados jamás explicados de Andalucía y Asturias. Dada la inteligencia hipertrofiada que se adjudica a Rubalcaba, existe la posibilidad de que sepa algo que a los demás se escapa, y de que esté ejecutando una pirueta a largo plazo. Con estas salvedades, no se entiende que su oposición interna a Zapatero fuera más enconada que sus confrontaciones con la política de Rajoy.

En el Reino Unido, el lógico desgaste de los conservadores ha rebotado en un auge laborista, pese a la flaca inspiración de Ed Milliband, el hermano equivocado. En Francia, el anónimo Hollande fue catapultado de comparsa a presidente por el cacareo napoleónico del hiperpresidente Sarkozy. Sin salir de España, Izquierda Unida recoge las derramas izquierdistas pese al lastre de Cayo Lara. En cambio, el PSOE sigue reseco, tras la estrepitosa caída en la valoración del PP y de Rajoy, situado casi a su verdadera altura o profundidad.

Con la perspectiva histórica que libera al galope periodístico de su hojarasca, el primer año de Rajoy será definido por la coexistencia pacífica con el PSOE, aliado vergonzante y taciturno de los recortes. El mosaico se completa con el silencio de la izquierda sobre las responsabilidades financieras, porque la querella contra la Bankia de Rodrigo Rato la interpone UPyD. A Rubalcaba le faltó tiempo para salir en apoyo del banquero que casi hunde el Fondo Monetario Internacional y una de las mayores instituciones españolas. El trato dispensado en el Congreso al padrino y delfín de Aznar sonrojaría a un izquierdista y alienta la animadversión creciente de los ciudadanos hacia los profesionales de la representación pública.

Para desviar compasivamente la atención de las tribulaciones de Rajoy, el PSOE se dispara con generosidad en el pie. Esta misma semana, Rubalcaba peca de facundia al promover una reforma constitucional que federe a España. Sin solución de continuidad, Elena Valenciano renuncia a tocar la Carta Magna, mientras en el espectador se instala la percepción de que ninguno de ellos podría aportar una definición solvente de federalismo. Por cierto, un término que el exministro Caamaño aplicaba a España en sus conferencias, pero revestido hoy de un extraño tabú. Los socialistas han pasado de la ambigüedad calculada al entreguismo incalculable. Cabe argumentar que Zapatero llegó al Gobierno aplaudiendo a Aznar, pero los tiempos han cambiado y el PP actual no le ha declarado la guerra a Irak, sino a los ciudadanos de su país.

En el laberinto catalán, Valenciano incurre en un desliz injustificable para situar al PSOE entre PP y CiU. Es decir, en ninguna parte, al albur de los acontecimientos. Unos aspiran a la independencia y otros reivindican la dependencia, los socialistas no desean nada en concreto. Como mínimo, Rubalcaba reconoce el papel histórico jugado por Cataluña, una sutileza que escapa a un presidente del Gobierno que actúa como registrador de la propiedad, porque se limita a medir el país que administra en metros cuadrados.

La oposición al PP se ejerce desde Bruselas. No cabe dudar de su eficacia, porque mantiene noqueado a Rajoy. La versión oficial en defensa de la pasividad del PSOE establece la excesiva proximidad de su presencia en La Moncloa. En realidad, han transcurrido más de dos años desde que Zapatero anunciara en el Congreso que su partido se disponía a entregar el poder, a través de unas elecciones generales meramente protocolarias. Los socialistas no han efectuado la autocrítica y bloquean la crítica. Practican una política sin vencedores ni convencidos.