Entre el mito del gobernante sagaz, camaleónico, inspirado, astuto y escurridizo que tanto deslumbraba a influyentes cenáculos periodísticos y la leyenda de gestor imaginativo e infatigable que se ha labrado Rafael Blasco entre dirigentes inexpertos e informadores en ayunas subyace un elemento común que liga toda la trayectoria pública del incombustible político alcireño: las sospechas de corrupción que le descabalgaron del Consell que presidía en 1989 el socialista Joan Lerma y que hoy, dos décadas después, le obligan a abandonar la portavocía parlamentaria del PP valenciano. La invalidación de las escuchas telefónicas le permitió zafarse de la primera instrucción judicial, pero su defenestración no tuvo retorno en el PSPV. Fue Eduardo Zaplana quien reencauzó su incontenible ambición política para desactivar con partidos «ad hoc» las mayorías absolutas del PSPV y para absorber el regionalismo mediante las recetas más clásicas del clientelismo político. Hábil en la escalada, recuperó el control del urbanismo valenciano y abrazó el ideario campsista para rentabilizar otro de sus célebres saltos al vacío que le han llevado del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) a los bancos de la derecha. En todos sus destinos ha sido acusado de graves irregularidades, pero su último escándalo es mayúsculo: el supuesto saqueo de los fondos de ayuda al Tercer Mundo. Y, además, es el décimo imputado del PPCV que se sienta en las Corts. Demasiados años y escaños bajo sospecha.