La conclusión es clara. Si el presidente se muestra reivindicativo, mal. Si no se muestra, también mal. Si es reivindicativo y después fracasa, la culpa es del presidente por no haber pactado de antemano sus reclamaciones y haberse expuesto ante la opinión pública sin protegerse del posible desastre. (Esto último lo dicen los espabilados, los que entienden la política como un politiqueo parlanchín) Será entonces un presidente sin peso, ninguneado por el Gobierno, una pluma bajo el viento dominante, un desastre de presidente. Si, por el contrario, el presidente se conduce como una tortuga y no como un escorpión, ni grita ni presenta batalla y espera bajo el sol valenciano a que le diga el Gobierno lo que tiene que hacer, pero aún. Entonces será un presidente sucursalita, un personaje pánfilo contrario a los intereses valencianos, un vulgar capricho al albur del mandamás de Madrid. ¿Y si el presidente es sincero, y confiesa que no ha hablado con Rajoy, y sí con la vicepresidenta y los ministros de los distintos ramos tras cosechar su mayor derrota? El presidente será tachado de tonto por decir la verdad. Está pillado el presidente. Mejor inventarse alguna patraña. Fabra no lo hace, aunque se le invite desesperadamente a caer en la tentación. Ya lo hará. Entonces habrá entrado en la última fase del círculo: si se le descubre el embuste, estará perdido. Un presidente vive al borde de un ataque de pánico. Los presidentes comienzan siendo protagonistas de la ufanía y acaban convirtiéndose en personajes de Dostoivesky. El más ruso fue Camps; el menos, Lerma. Zaplana transitó como un comerciante de Stendhal.

Fabra lo ha hecho todo bien en el asunto de los presupuestos generales. Clamó bajo los focos para que Rajoy le entregara lo que pedía. Movilizó al Consell y al partido a fin de que el Gobierno anotara nuestras herrumbrosas cuentas y revitalizara proyectos básicos. Habló con Santamaría, Pastor, Montoro y los demás. Negoció hasta última hora sin resignarse a contemplar la iniquidad que descendía de la meseta. En realidad, no había solución porque no había problema. Madrid lo ha abandonado en el océano de la inepcia, volcándolo en la indignidad política. ¿De quién es la culpa, de Fabra o de Rajoy? En estas orillas y bajo el prejuicio de la proximidad -que lleva aparejadas regalías, estrictas disciplinas de parte y mucha abundancia de carne fresca- se le está demandando la expiación general a Fabra en lugar de exigírsela a Rajoy, como sería lo sensato. En cierto modo, es previsible. Nadie desea quitarse la máscara. Es como si un actor fuera a interpretar Hamlet y al salir a escena se dirigiera a los espectadores: «Oigan, perdonen, pero no soy Hamlet, me llamo Eufemiano Pitarch, soy de Burjassot, mi madre vota a Mónica Oltra y ahora voy a transformarme en Hamlet». Los espectadores se sentirían defraudados y rogarían que les devolvieran la entrada.

Con estos juegos políticos, sucede lo mismo. El único que se apea de su papel es el presidente, que certifica su error y remacha que volverá a ser reivindicativo, lo que en lugar del aplauso concita mayores ansias de sangre fresca. Algunos, en lugar de un presidente, desean un «Superman». Algo que se eleve muy por encima de ellos.

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