Opinión

La explosión cósmica

Basta bucear en la cronología del tiempo para percibir que la explosión atómica de Paco Roig de estos días -el ataque descarnado contra el presidente del Valencia, Manuel Llorente, entre otras campechanías- posee un precedente directo en la paella cósmica que cocinó Lizondo en el Turia allá por los 90, un orgasmo de valencianía pirotécnica donde cada grano de arroz guisado en aquel inmenso platillo volante acabó personificando un voto. Más de 300.000 extrajo don Vicente de una chistera previamente acondicionada por las élites dominantes, antes o después -no lo recuerdo ahora - de ocupar plaza como concejal de Cultura en Valencia. Cuando uno le preguntaba por el futuro de la Mostra -en aquellos tiempos de universos nacientes y ufanías mediterráneas-, don Vicente ponía una ceja circunfleja y un ejemplo totalizador: había que proyectar «Pan, amor y fantasía» para que esas tonterías egipcias ensombrecidas por tristezas metafóricas tuvieran algún fin.

Desde aquella paella cósmica, que voló desde el Turia hacia los despachos institucionales -pacto del pollo incluido en casa de Federico Félix- y que perduró en la galaxia valenciana hasta que Blasco y Zaplana decidieron zampársela entera precocinando voluntades, no ha habido en Valencia una descarga eléctrica mayor -ni unos futboleros tan abrumados por el hechizo - que la ofrecida por Roig en el orbe terrestre de Mestalla. El anterior huracán manufacturado por este empresario, que esculpió J. J. Pérez Benlloch en el frontispicio del club bajo el lema Per un València campeó, elevó la temperatura social hasta un grado de ebullición cuyos vestigios últimos se habían perdido entre cenizas, melancolías y duelos. Un amigo pasó por Vietnam en aquellos años y relató, como el explorador que alcanza el polo norte, que en la provincia de Danang, ombligo de la selva, sabían del Valencia -y no solo del Barça o el Madrid- debido al fichaje de Romario. Había una cosmogonía en torno a la paella regionalista y azul que vive aún en la Valencia voluptuosa de Roig. Es como si ambos acontecimientos convergieran para proteger a la Valencia secular de cualquier desvío o amenaza exterior. Como si soportaran el contenedor de nuestra historia, la representación más contundente de nuestros ancestros, la mesa camilla alrededor de la cual desayunan «orxata y fartons» Sorolla y Ausiàs March, don Jaume I y Blasco Ibañez, doña Concha Piquer y José Iturbi, Lluís Vives y Berlanga.

La detonación de Roig y la de aquella paella galáctica vienen a ser como el monolito de Stanley Kubrick explorando el espacio para esclarecer el enigma de la vida y de la historia. En Manuel Llorente habita un gestor muy al estilo del presidente Fabra. Roig, en cambio, es una multinacional de la leyenda y debería verse las caras con Alfonso Rus. De hecho, ya se las vieron, si no recuerdo mal. Cuando se apaga la Valencia de los grandes «eventos» y de los estrellatos universales, amanece Roig para constatar que la magnificencia aún existe y que Valencia y el Valencia están por encima de cualquier apagón, banco, deuda o contabilidad. Si descontamos a Rus, hacía tiempo que el alma valenciana no se encarnaba con tanta brutalidad.

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