Hay libros en los que uno viaja, y por tanto viajan con uno. El primer libro que llevé conmigo, en el bolsillo de un vaquero, fue El ruiseñor y la rosa, el gozoso libro de Oscar Wilde. Lo llevaba conmigo a excursiones campestres, buscaba, con él entre las manos, las palabras que debía decirle a la novia rubia que me acompañaba en esos paseos. El ruiseñor y la rosa terminó siendo parte del paisaje de mis manos, y de las suyas.

Luego descubrí Los versos del Capitán, de Pablo Neruda, y en los veranos tórridos, y en los tórridos sueños de entonces, ahí estaba el joven poeta susurrando vocablos y versos que culminaban la ansiedad de encontrar en otro lo que uno mismo iba sintiendo. Más adelante vinieron otros libros. Y vino uno, singularmente, Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, que me tuvo una noche y muchas noches sin dormir.

Era una fiesta de verano en el trópico, una canción continuada, una broma y un baile, una de las grandes melodías de mi vida. Después de ese libro vinieron otros, pero ese se ha quedado hasta ahora como el chispazo principal de mi vida de lector. Ya había leído a Miguel de Unamuno, a Azorín y a Ortega, y había descubierto la ensimismada poesía de María Zambrano y la enorme melancolía, a veces ruidosa, de Federico García Lorca, pero ese libro de Guillermo Cabrera Infante fue, por decirlo así, el recorrido personal más fructífero por dentro de lo que en nosotros era caribe, en un pueblo del Puerto de la Cruz, en Tenerife. Entonces, las casas tenían poca luz de noche, porque los hoteles cercanos se llevaban la fuerza eléctrica, así que como compré el libro por la tarde y seguí leyendo al ensombrecer el día, y finalmente tuve que usar luz artificial hasta el amanecer increíble de aquella lectura, metí mis ojos en una aventura atroz: apenas se veía bajo aquella luz mortecina que se mezcló, de pronto, con la electricidad y el jolgorio de la novela más famosa del gran escritor cubano.

Desde entonces no dejé nunca de buscar, en cualquier revista, en todos los periódicos, en cualquier sonido que viniera de la literatura del otro mundo, alguna referencia a Cabrera. Lo había descubierto con mayor sosiego algunos meses antes, cuando un activista procubano de mi vecindad, Francisco González Casanova, me dejó prestado un libro deslumbrante, sensible y durísimo, Así en la paz como en la guerra, en la que Guillermo Cabrera Infante visitaba aterrado el escenario de las batallas que constituyeron la guerra de guerrillas urbanas contra el dictador Batista. Un trasunto de ese libro fue otro libro póstumo de Cabrera Infante, y en cierto modo todo el ámbito en que se desenvuelve lo más melancólico de su literatura.

Pero ese libro, ese libro grandioso, Tres tristes tigres, tenía además el ingrediente de la adicción: como me sucedió después con Rayuela, de Julio Cortázar, Tres tristes tigres apelaba a la realidad propia para tacharla: mientras lo leí, igual que fui Oliveira, o cualquier otro, incluso Rocamadour, leyendo Rayuela, en TTT fui a la vez el narrador y sus personajes, todos sus personajes, fui Silvestre Cue y Arsenio Codac, fui todos y cada uno, como fatalmente es uno Mersault cuando lee El extranjero.

Fue una fiesta leerlo, y es una fiesta volver a él, con la memoria y con la lectura. Después leí otros libros, muchos otros, probablemente igual de grandes o más grandes; el propio La Habana para un infante difunto, del mismo Cabrera Infante, es más hecho, un volumen más impactante de la extraordinaria memoria literaria (y vital, por tanto) del escritor cubano. Pero aquel Tres tristes tigres fue el chispazo, la primera aventura que me convirtió a la vez en lector y en partícipe de la fiesta total de la lectura, la que te convierte en varios a la vez, cuando ya dejas de ser exactamente un lector para ser ese ser difuso que vive en todos los escenarios de un libro.

El libro es siempre una huella, y esa huella de Tres tristes tigres me sigue llamando por las noches a encender la luz para seguir leyendo.