Opinión
La geografía de la inteligencia
Centrémonos en los síntomas: dos amigos me anuncian por teléfono que emigran a Estados Unidos. Son casos distintos, pero ambos familias de clase media, con trabajos estables y niños pequeños. Al marcharse asumen riesgos porque, de entrada, van a ganar menos y seguramente sus hijos perderán un curso escolar mientras aprenden el idioma. Cuando les pregunto si están seguros de su decisión, me hablan de una nueva geografía de la inteligencia, donde lo crucial no es tanto la estabilidad laboral como las oportunidades de futuro. Se repiten muchos casos similares. Los motivos son distintos, así como las circunstancias particulares. Todos, sin embargo, comparten un mismo desencanto, el sentimiento de que de algún modo se nos ha traicionado. La mayoría de los que se van forman parte de la elite intelectual que debería constituir el rostro más sólido y vanguardista de un país: científicos, médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, economistas..., formados „muchos„ en el extranjero con los mejores másteres y doctorados, que hablan idiomas, leen y viajan y que, sencillamente, ya no pueden más. O desean algo mejor para sus hijos. Si la fiebre denota una respuesta inmunológica en un cuerpo enfermo, el éxodo de las capas ilustradas de la sociedad apunta hacia una deslocalización del saber. Dentro de una década o dos, se podrá comprobar el profundo cambio en las coordenadas del bienestar, cuyos vértices pasarán por el valor añadido de un tejido empresarial innovador y de un potente sistema educativo. Frente a la lectura estrecha del neoliberalismo más extremo, el futuro siempre será comunitario. Quiero decir que la libertad, para desarrollarse, requiere de un humus social que construya y enriquezca el contenido de la experiencia humana. Ahí también juegan un papel las distintas tradiciones culturales, no todas del mismo valor. Lo novedoso, en cualquier caso, es comprobar que vamos hacia una profunda división de clase social, cuyo común denominador será la capacidad de atraer talento, esa nueva geografía de la inteligencia.
Mientras tanto, La Moncloa aplica en España la doctrina Rajoy, consistente en sobrellevar el pánico con un rictus impasible. Madrid tiende a exacerbar el Alfa y Omega de la Historia, con un atrezzo de zarzuela pretenciosa, de modo que cada dos por tres se vive una de esas contiendas trascendentales en las que se juega el futuro de la nación. Como buen hombre de provincias, Rajoy tiende a interpretar toda esa marabunta con un distanciamiento irónico y cortesano a la vez. También cabe pensar que, ante el acoso de los mercados, lo único que no puede permitirse un presidente es cometer errores. Profecías que se autoalimentan, burbujas del Apocalipsis, ritos ciclotímicos, intereses varios, el modelo Niño Becerra como carta astral del destino de un país. Lo último es el señuelo de la neopeseta, una economía desgajada de la Unión Europea, con el escapismo y el aislamiento como solución a nuestros problemas de endeudamiento y competitividad. Optar por esa tábula rasa de los compromisos históricos, supondría aceptar el hundimiento de las esperanzas de prosperidad de los españoles, arrinconados colectivamente del contexto global. Frente a la hiperexcitación mediática, hay que recordar que al miedo no se le pueden conceder ni los buenos días, menos aún a la histeria o al populismo desaforado. Y a los que claman por el Apocalipsis, les recordaría que la cristiandad lleva dos mil años esperando. Y que podemos seguir esperando un tiempo.
Reconversión educativa
Hace aproximadamente un año, Lawrence Summers, exsecretario del Tesoro americano y antiguo rector de la Universidad de Harvard, ofreció en Nueva York una conferencia sobre el futuro de la educación: «Es probable -declaró ante los maestros de la ciudad- que en los próximos veinticinco años veamos más cambios que en los últimos setenta y cinco». El mundo se transforma rápidamente y con él las expectativas que la economía pone en el sistema educativo. Summers reconoció que resulta más difícil «reformar un currículum académico que mover un cementerio». Sin embargo, se aventuró a esbozar una serie de medidas que deberían implantarse en las aulas para avanzar hacia la escuela del futuro. Resumo algunas de ellas:
1. Los estudiantes tienen que aprender a manejar los datos estadísticos y a extraer conclusiones del análisis de los mismos. Hoy en día, la estadística se ha convertido en una herramienta esencial en decenas de campos.
2. Favorecer el trabajo cooperativo. Trabajar en equipo no sólo ayuda a comprender con más profundidad los conceptos que se estudian, sino que prepara al alumno para su posterior carrera profesional.
3. Las escuelas han de plantear un uso mucho más intensivo de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, gracias a Internet, es posible que cualquier colegio colabore en un proyecto conjunto con un centro de Asia, África u Oceanía. Por otro lado, la educación «online» permite acceder a clases magistrales en vídeo de los mejores profesores.
4. Los colegiales deben habituarse desde pequeños a hablar en público, a explicar y servirse de sus conocimientos.
5. Una enseñanza cosmopolita es condición «sine qua non». Los profesionales del futuro tendrán que enfrentarse a una competición global. El mundo es cada vez más abierto y hay que prepararse para ello.
Las recomendaciones de Summers -a veces en exceso pragmáticas- no pueden aplicarse de inmediato en España, donde los problemas más acuciantes son otros: la comprensión lectora o la base matemática de muchos niños es endeble, continúa siendo habitual la enseñanza meramente memorialística y el conocimiento del inglés constituye un reto pendiente. Cierto fatalismo puede hacernos creer que se trata de dificultades irresolubles, pero la reconversión educativa es el eje transversal de cualquier política de éxito a largo plazo.
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