Opinión

Encerrados en casa

Estamos atrapados. Aunque algunos no estén abocados a un inminente desahucio, igualmente están pillados. Vivimos recluidos en nuestra casa sin margen alguno para evadirnos. Antes a uno le salía trabajo en Lugo y vendía su casa y se compraba otra en su nuevo destino pegada a la muralla romana. Otros adquirían un bungalow en la playa y cuando aborrecían el olor a fritanga, los mosquitos o el ruido de las motos cogían sus bártulos y con el dinero de la venta se hacían con una casa de pueblo para ver las vaquillas desde el balcón o levantar el porrón de vino con gaseosa entre mano y mano de tute. Ese tipo de decisiones cuando todavía existía el llamado mercado inmobiliario eran sencillas e intrascendentes como cambiar de sofá o de televisor: bastaba un camión de la mudanza.

Ahora, todo ese cuento de la lechera se ha desvanecido. Justo cuando las empresas reclaman más movilidad laboral es cuándo más problemas tenemos para cambiar de piso. La casa se ha convertido en una cárcel y no te puedes mover de ella aunque el vecino del quinto sea un insolente o te separes de la mujer y quieras largarte a Soria. El hogar de uno se ha convertido, tras el cataclismo urbanístico, en un refugio nuclear, en un búnker anticrisis en el que residir sin rechistar por los siglos de los siglos. Mientras tanto, en otro lugar del planeta, con el dinero de nuestra hipoteca durante varias décadas un inversor orondo norteamericano de Maryland irá preparando barbacoas tan ricamente con sus depósitos acampados en los conocidos fondos buitres.

Para liarla aún más está a punto de abrir el banco malo que pondrá a la venta todos los inmuebles que la crisis ha dejado por estrenar. Los valencianos somos líderes en eso: a finales del pasado año teníamos 140.000 casas vacías esperando dueño, el doble de las que nos tocarían por peso demográfico. Con ese nuevo negocio posburbuja inmobiliaria que se han sacado de la chistera se puede dar el caso de que tu vecino, un blanquecino hombre de las nieves de Innsbruck, disfrute de las mismas vistas, la misma piscina comunitaria y los mismos metros cuadrados que tú por la mitad del coste que te supuso a ti la compra, animado por tu suegra, de ese apartamento situado en cuarta fila a medio kilómetro de la playa. Vendieron todo el ladrillo que pudieron y nos dejaron encerrados dentro de cuatro paredes a perpetuidad. Durante toda nuestra vida laboral les iremos pagando mes a mes la hipoteca (el rescate del secuestro al que nos someten) aliviados a veces por una ligera rebaja del euríbor que apenas da para tomarse un vermú.

La última ocurrencia para deshacerse de viviendas sin vender puede ser la de endosárselas a chinos y a rusos con pasta a cambio de unos papeles que los pueden convertir en inmigrantes de primera. En las cenas de vecinos tiraremos, ya verán, de vodka y chop suey de gambas. Al menos nos quedará el consuelo de que tendremos el hogar dulce hogar a nuestro gusto y podremos comprar muebles a precios asequibles en el Ikea de Alfafar. Se acabó tener que peregrinar por media España. La multinacional sueca hará más llevadera y acogedora la vida en nuestros pisos prisión.

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