Si un día el Madrid y el Barça decidiesen jugar en ligas distintas, perderían ambos. Perderíamos todos. Por separado, los dos seguirían siendo, sin duda, grandes equipos. Pero la liga de las estrellas solo es posible si están juntos.

Algo parecido podría decirse para el caso de una separación de Cataluña del resto de España, cuyos efectos económicos tienden muchas veces a simplificarse a los términos de para quién es bueno o malo, quién gana o quién pierde, cuando lo que a mi me parece es que se trata de un proceso en el que, aunque en distinta medida, perdemos todos. El análisis de esos posibles efectos se puede centrar en cinco principales ámbitos.

El desequilibrio de las balanzas fiscales remite, incluso con palabras gruesas, a un agravio que aparentemente está en el inicio de todo y que se plantea como meta el fin del expolio. La controversia está servida en varios puntos: en la propia cuantía y el alcance de ese déficit fiscal, que para unos llega al 8,4 % del PIB catalán y para otros se reduce sensiblemente hasta el 4,2 %. Puede, y debe, discutirse el cuánto. Puede y debe discutirse el cómo y convendría apurar todas las vías negociadas que permitiesen corregir ese desequilibrio. Pero, tal como se ha presentado, parece como si los efectos económicos de la independencia se limitasen exclusivamente a esto, como si todo respondiese a un idílico panorama en el que sólo hubiese ganancias que permitiesen a los catalanes pagar menos, ahorrarse transferencias, quedarse con más recursos y vivir más felices, ignorando que pese al ahorro en la balanza fiscal el déficit público podría llegar a elevarse en un 30 % y el nivel de endeudamiento situarse por encima del 100 % del PIB.

Las consecuencias comerciales constituyen el segundo ámbito destacado de los efectos de una potencial independencia catalana. En lo que los análisis coinciden es en una indudable caída del comercio catalán por el efecto frontera, que según las estimaciones podría suponer una reducción de un mínimo del 45 % de los flujos comerciales actuales con el resto de España y de 5 puntos del PIB, porque toda nueva barrera supone un obstáculo al comercio y porque los flujos comerciales entre estados son menores que los que se registran dentro de ellos. Un ejemplo puede ilustrarlo gráficamente: por mucho que Portugal y España sean países amigos, los intercambios comerciales son mucho menores que los que existen en la actualidad entre Cataluña y el resto de España.

Desde luego que también aquí podrá discutirse la cuantía, pero no el efecto, porque siete de los diez socios comerciales más importantes de Cataluña son comunidades autónomas españolas y sería inevitable un impacto adverso, al establecerse una frontera con ellas. Simulaciones econométricas aparte, si hemos oído a los economistas alabar unánimemente los efectos beneficiosos de la integración económica no podremos ahora maldecirlos y si hemos explicado en las clases los efectos creación y desviación de comercio no podremos ahora negar esas evidencias que enseñan los manuales.

En la Unión Europea se centra el tercer ámbito de los efectos, y por mucho que se traten de forzar los argumentos, en esta cuestión parece haber poca duda de que una secesión catalana conllevaría necesariamente la salida y, en su caso, una compleja e incierta negociación de reingreso en la UE. La salida de la zona euro acarrearía graves consecuencias y costes muy elevados que se traducirían previsiblemente en caídas del PIB y de la renta, en dificultades económicas, comerciales y financieras muy diversas, en posibles salidas de capitales y obstáculos insalvables para acudir a la financiación en los mercados internacionales, en la falta de acceso a los fondos comunitarios y a los mecanismos de rescate que seguramente resultarían necesarios para el nivel de endeudamiento de la economía catalana. El peso de la deuda externa catalana sería difícil de soportar y se haría imposible de devolver sin ayuda de instituciones comunitarias, amenazando con el riesgo de un default. Incluso si Cataluña se mantuviese como simple usuaria del euro, lo haría sin participar en ninguna de sus decisiones, sin el acceso bancario al Banco Central Europeo y sin disfrutar de los beneficios económicos y financieros de la integración europea.

Ni siquiera los más fervientes partidarios de una secesión de Cataluña quieren contemplar esta posibilidad. Pero no hacerlo no es solo un ejercicio de falta de realismo; es también una especie de huida hacia ninguna parte y una irresponsabilidad ante los ciudadanos que junto al derecho a decidir tienen el derecho a poder hacerlo con plena consciencia, información y garantías.

La fuerte dependendencia exterior de la financiación bancaria de Cataluña es cuarto ámbito de los efectos de la independencia. El 45 % de la financiación bancaria de Cataluña, y de las principales y destacadas entidades allí radicadas, procede del resto de España y, en menor cuantía, del exterior y representaba en 2012 una cifra aproximada de 150.000 millones de euros, que supone alrededor del 75 % del PIB catalán. Esa restricción financiera de la economía catalana, tan estrechamente relacionada con los recursos financieros del resto de España, constituiría una limitación casi insalvable y muy difícil de resolver en plazos razonables y se convertiría en un efecto de gran envergadura entre los impactos y los costes económicos de la independencia.

El quinto ámbito engloba un conjunto amplio y diverso de efectos difíciles de precisar pero de previsibles impactos negativos. Como en las parejas, la separación puede hacerse con ruptura o por mutuo acuerdo, pero nada exime de un complejo proceso de reparto de activos y pasivos, en una negociación nada sencilla que afectaría a núcleos tan vitales como los de la Seguridad Social o la deuda del conjunto del Estado y que situaría a Cataluña en una posición más desfavorable que la del resto de España y podría abocarla a una crisis de deuda soberana.

Incluso más allá de esos efectos, están las preguntas, las dudas, las incertidumbres. ¿No se estarán ignorando premeditadamente los efectos redistributivos internos y soslayando que habrá ganadores y perdedores dentro de Cataluña? ¿Ganarán o perderán las élites, las clases medias o las rentas bajas? En el intento de dejar atrás la memoria reciente de intensos recortes, ¿no se acabará en una especie de viaje de ida y vuelta que lleve a adicionales ajustes, como consecuencia precisamente de los costes económicos de la independencia? ¿Cómo no esperar que influya en el alza del paro si Cataluña reduce unas ventas que suponen casi un cuarto de su PIB? ¿Cómo no pensar en la pérdida de atractivo para las empresas y la inversión extranjera y en el riesgo de deslocalizaciones de empresas nacionales y extranjeras que confiaron en Cataluña como plataforma estratégica para el resto de España?

Muchos interrogantes por resolver en unos debates que a veces pasan de la economía al romanticismo, de la racionalidad a los supuestos heroicos; que en ocasiones se asemejan a actos de fe con ropajes econométricos y amenazan con convertirse en cuestiones de expertos, en pulsos de élites, mientras la ciudadanía no se entera de gran cosa. Demasiadas dudas que a veces producen la impresión de que la única previsión es que todo puede resultar imprevisto. Pocas seguridades, como si acostumbrados a la prima de riesgo, hubiese de ser el riesgo lo que prime. El riesgo compartido, el riesgo para todos. Ese riesgo para el que la economía y los mercados han acuñado un término que se escribe con números rojos: «aversión al riesgo».