Opinión
La sensatez
Daniel Capó
José Castillejo nació en Ciudad Real en 1877 y falleció en Londres en 1945. Fue catedrático de Derecho Romano y pedagogo ilustre. Desde muy joven colaboró con la Institución Libre de Enseñanza, sistematizando la estructura educativa y organizativa de los diversos centros que formaban parte de la misma. La preocupación por España atraviesa una obra intelectual consagrada a la historia de las ideas, el Derecho Romano y el pensamiento liberal. Como sucedió con otros catedráticos de universidad, fue depurado por el franquismo en 1939. El ensayista Santos Juliá cuenta que le acusaron de ser «el hombre más terriblemente funesto que había visto nacer España». Sin embargo, valorado con la perspectiva del tiempo, podemos constatar que fue uno de las más conspicuos representantes de lo que se ha venido en llamar «la tercera España». En el exilio, garabateados en inglés, dejó dos libros fundamentales para comprender los orígenes de nuestra contienda civil: Guerra de ideas en España y Democracias destronadas. Un estudio a la luz de la revolución española 1923-1939.
Setenta años más tarde, sólo cabe asombrarse ante la prodigiosa inteligencia de un pensador que no se somete a la lectura maniquea ni a la interpretación mítica del conflicto. La admiración que sentía por el modelo político inglés le hizo intuir que el problema de España „y del conjunto de la Europa continental en las décadas de 1930 y 1940„ «puede atribuirse a la aceptación de la revolución (...) como método político normal por parte de todos los partidos y todas las doctrinas». Su retrato de la República es, en ese sentido, demoledor, como lo es la imagen que traza de la Iglesia, del Ejército, de la dictadura de Primo de Rivera y del caciquismo. «Una monarquía española cayó en 1868, otra en 1873, una primera república en 1874, una nueva monarquía en 1931, y una segunda república en 1936 „leemos en el prefacio de Democracias destronadas„. Estas transformaciones políticas se han producido con el mismo tipo de hombres, las mismas tradiciones, los mismos métodos y condiciones externas similares. La España republicana era el mismo país monárquico de la víspera, que ya había sido republicana antes. En muchos casos ni siquiera los líderes cambiaron». No resulta necesario citar a Santayana para recordar que también hoy el conocimiento de Historia resulta crucial para entender el presente.
La vigencia de la obra de Castillejo es absoluta: frente a los esencialismos, defiende la ponderación; frente a la uniformidad, la tolerancia; frente a la demagogia de la clase política, sabe situar el peso de las instituciones, de las leyes consensuadas y del diálogo razonado. Era un reformador ilustrado que creía en el gradualismo como base de la prosperidad y en el equilibrio de poderes como clave de la democracia liberal. Desconfiaba de los ultimátums porque había aprendido a sospechar del espesor de la sentimentalidad. En Democracias destronadas anotó que la mayor virtud de un gobernante es saberse rodear de los mejores hombres. Alertó de los peligros de «la revolución de los ignorantes frente a la competencia». Reclamó inteligencia y moderación: en una palabra, sensatez. En sus libros del exilio resuenan algunas lecciones para la España de hoy: reformismo, respeto a la leyes, vocación de largo plazo, independencia de los poderes, competencia de los cargos públicos. En definitiva: inteligencia, sensatez, servicio.
La memoria del bien
La felicidad tiene sus aristas, sus imperfecciones. No es algo sólido que perdure en nosotros como uno cree que deberían ser las casas edificadas sobre piedra, sino un estado más huidizo e inestable que sedimenta nuestras vidas. Ninguno de los instantes felices que recordamos de nuestro pasado duró mucho, pero conforma la trama que nos sostiene, el humus en el que se desarrolla nuestra personalidad. Sin una imagen de la felicidad „por imperfecta o endeble que sea„ no podríamos sobrevivir ni madurar ni siquiera soñar con un futuro. Los psicólogos „al menos desde John Bowlby„ hablan de la importancia crucial del apego del niño hacia sus padres a lo largo de los primeros años de vida. El apego „la seguridad de ser aceptado y amado por nuestros progenitores„ establece los fundamentos de una personalidad sana y nos prepara para el fruto amargo de la duda, el miedo o el desamor. Se diría, pues, que los momentos de felicidad vienen a ser como las semillas que dan lugar a las grandes virtudes. La italiana Natalia Ginzburg escribió algo muy hermoso en este sentido: «Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber.»
Pienso que la felicidad se funda en estas grandes virtudes y, por eso mismo, debe ser forzosamente imperfecta. No puede durar, pero sí sostenernos, porque la vida nos expone de continuo al sufrimiento y al sacrificio. Toda la tradición de Europa gira sobre estos conceptos. Aristóteles afirmó que el hombre no está llamado a la muerte, ni al silencio, ni a las sombras o a la soledad, sino a ser feliz. La mitología griega estableció la correlación entre la felicidad y seguir los propios instintos. El amor se vivía como mero eros, como una necesidad de dominio y de placer. Luego, el cristianismo ensanchó aún más su sentido, al hablar del amor como una entrega incondicionada más allá de uno mismo, más allá, incluso, del rencor. Enlaza con el don de la gratuidad y del perdón. Para la virtud pequeña, el exceso gratuito del amor resulta injustificable, algo así como un escándalo. No es intercambiable, no se puede pesar ni regular. Pero es en ese dar de más donde nos encontramos con la felicidad, que perdura en nosotros como una memoria del bien.
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