Opinión

El niño perplejo

Juan Cruz

La gente es según como pide las cosas, pero sobre todo según como las agradece. José Luis Borau tenía, en los últimos quince años de su vida, una posición contradictoria en la vida, ya no tenía que pedir nada, pero no tenía casi nada. Aún así, lo habían hecho presidente de la Sociedad General de Autores, lo habían hecho académico de la Lengua, lo querían mucho sus amigos y casi no podía hacer cine, que era a la vez su pasión, su necesidad y su lujo. Porque en este país gente como él, y como tantos, no podía hacer cine y aún no puede. Era, también, un fantástico escritor de cuentos; cuentos detenidos, como hechos a mano, artesanales y fluidos, llenos de vidas chiquitas y de finales extraordinarios, cuentos de miedo y de avatares que él sacaba de su imaginación amasada en los sueños y en las pesadillas de los niños únicos, y él era un perplejo niño aragonés y único.

Tenía un gran amor por los otros, a los que cuidaba a su manera: al desgaire, pareciendo que no lo hacía. Él quería ser querido también, cómo no; siempre que le llamabas te decía: "No me llamas nunca". Y si era él quien te llamaba te decía de inmediato, al teléfono: "Te llamo porque tú no me llamas nunca". La última vez que le vi fue en una habitación amplia de una casa de reposo donde se reponía de la enfermedad que finalmente no lo dejó seguir. Fui acompañando a su gran amigo Luis Alegre, aragonés como él; en aquella habitación, en el norte de Madrid, había conseguido rodearse del mundo Borau, de sus postales y de sus libros, de sus cuadernos y de sus recuerdos; era como si él se habitara por dentro y por fuera con el Borau que fue niño y con el Borau que ya, a trompicones, se había metido sin quererlo en la zona de la vida en que la ésta ya no da para más pero él aún no se ha dado cuenta. En aquel momento, me parece, ya se estaba dando cuenta, porque además lo dijo, ya de aquí no salgo. El libro que Bernardo Sánchez, otro gran amigo suyo, que también lo fue de Rafael Azcona, ha escrito sobre su vida tiene ese título premonitorio, La vida no da para más, que era una frase del cineasta y que es ahora su epitafio.

Dice bien su colega José Luis García Sánchez cuando explica que, en la presentación de ese libro y en los últimos tiempos, nadie hablaba de la salud empeorada del amigo Borau. Era como si decir eso precipitara el estado de su enfermedad, como si todos se conjuraran en silencio para mantenerlo en la memoria saludable y alto, caminando como si tuviera zapatones de deportes cuando en realidad tenía zapatos comunes y corrientes. Pero él caminaba como si usara tenis, se lo dije muchas veces: te conocí, le dije, un día entrando con tenis en un restaurante mexicano, a reunirte con Pilar Miró. "Pero, qué dices, yo jamás he usado tenis".

Era un niño perplejo, digo. Aquella aparición suya, siendo presidente de la Academia de Cine, con las manos blancas pidiendo el fin del terrorismo, cuando estaba en su culminación terrible el secuestro y el asesinato de Miguel Ángel Blanco, no fue una ocurrencia sino el reflejo de una actitud: él quería decir algo, que se oyera mucho su protesta, que se oyera mucho y muchísimo; y como era un tímido de Aragón usó lo que tenía más cerca, las manos, y se las pintó de blanco y las alzó ante el gentío bien vestido de la noche de los Goya. Nunca nadie dijo tanto con sus manos, y eso que dijo es inolvidable, tan inolvidables como Furtivos o como Tata mía, las películas que más quiso y que más quisimos.

Dije que la gente se define por cómo pide las cosas y por cómo las agradece. Él era un escritor, un cuentista, para ser más exactos. Su primer libro de cuentos, que tuve el honor de publicar, me lo mandó como si no me lo estuviera mandando, de tapadillo, para no hacerme ruido. Se publicó. Su gratitud era innecesaria, porque era un gran libro, pero su manera de agradecer la edición era, en efecto, la de un niño bueno que no sabe decir otra cosa que gracias pues aun no tiene la capacidad de decir palabras más grandes, pero esa la dice con grandeza. Nunca podré olvidar esa manera de ser autor, sencillo, de una ternura que superaba con creces el ámbito de sus años y lo convertía siempre en el muchacho que no quiere dejar la casa infantil, que jamás aceptó haber llegado a la adolescencia. Y, sin embargo, la vida le fue dando noticias de esa niñez al tiempo que le daba noticias del otro lado del abismo, y en éste cayó precisamente cuando salía, en letras de molde, en un libro, esa frase suya, "la vida no da para más". Un día le hice una larga entrevista sobre su vida, y luego me regaló un libro. En la dedicatoria declaraba que no estaba seguro de que yo hiciera bien aquel trabajo de reconstruir lo que me había dicho a lo largo de la conversación. Al cabo de un rato me mandó a casa otro libro, con una orden: "Rompe aquella dedicatoria, acá te mando otra". En ésta ya la declaración no tenía reservas, el niño aragonés se manifestaba otra a través de ese hombre grandullón al que siempre recordé con tenis entrando sin mirar a los lados a un restaurante en el que la esperaba, riéndole, su amiga Pilar Miró.

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