Aun cuando ya muchas voces autorizadas nos avisaban del peligro de que el fundamentalismo religioso acabase imponiéndose en los esperanzadores movimientos conocidos como la primavera árabe, muchos de nosotros apostamos entonces por el optimismo, al ver que esos movimientos estaban siendo protagonizados por ciudadanos que exigían tan solo democracia.

En efecto, los movimientos de inspiración religiosa no dieron la cara durante las manifestaciones populares en Túnez, Libia, Yemen o Egipto, sino que prefirieron seguir agazapados esperando la ocasión propicia para subirse al carro de esas revoluciones pacíficas. Ahora vemos que, efectivamente, el lobo estaba enseñando su pata blanca en espera de que, confiadamente, se le abriera la puerta.

Sin haber tenido el menor protagonismo en la Plaza Tahir de El Cairo, los Hermanos Musulmanes egipcios han logrado colocar a uno de los suyos al frente del país. Inmediatamente han iniciado una serie de reformas legislativas que instauran los preceptos y usos del Corán en las reglas de convivencia de la sociedad egipcia. No era eso lo que habían reclamado las airadas voces de la Plaza Tahir. Pero el fundamentalismo religioso ha pasado al ataque y ahora asistimos con preocupación a un posible escenario de fractura social, de guerra civil.

La coartada religiosa ha animado siempre la confrontación entre naciones o entre súbditos de un mismo país. El laicismo, como solución integradora de las distintas opciones humanas apenas ha visto la luz en los albores del siglo XX. Gracias a él, Europa y América recibieron la vacuna preventiva contra las guerras de religión, pero esa idea salvadora del laicismo no ha eclosionado aun en los convulsos países que hoy se ven agitados por la pretensión de que sean los preceptos religiosos los que determinen las leyes que regulan la convivencia social.

El origen del problema, con mayor o menor virulencia, sigue estando presente en nuestra sociedad occidental. No es ni más ni menos que la pretensión de las religiones organizadas (en España, la Iglesia Católica y en América las Iglesias Evangélicas) para controlar o influir en la legislación civil de las naciones y en sus programas de enseñanza. Asistimos a una escalada inmisericorde por parte de esas iglesias en su pretensión de imponer sus dogmas al conjunto de la sociedad.

Hasta la libertad de conciencia, que es un derecho fundamental del ser humano, en España se llamó Ley de libertad religiosa, como dando por sentado que ética y religión son una misma cosa. En nuestro país, por no mencionar nuestra comunidad, tenemos múltiples ejemplos de personajes públicos cuya religiosidad manifiesta se da de patadas con la ética.

Hora es de que la sociedad civil, religiosa o no, reclame en voz bien alta que lo único que debe mover a nuestros representantes políticos es la consecución del bien común, de un sistema de enseñanza científica y no adoctrinadora, y de la máxima expansión del estado de bienestar. Estas son las líneas rojas que ningún gobierno debe traspasar y, puesto que estamos en un periodo de recortes, empecemos por los privilegios, sean éstos políticos, religiosos (11.000 millones de euros nos cuesta el Concordato con el Vaticano) o económicos (buscando una carga impositiva más acorde con la riqueza de cada ciudadano).

Asociación Valenciana de Ateos y Librepensadores