Si queremos saber quién está de verdad con nosotros, tenemos que radicalizar las ideas hasta el extremo». Esta frase no la dijo un cualquiera. La pronunció Göbbels, quien a pesar de todo no era un genio. En realidad, no se contentó con lo que hacemos todos, esforzarse poco para no convertirnos en estúpidos, sino que se esforzó más que nadie en retroceder todo cuanto pudo hacia la brutalidad. Seremos pocos, añadió, pero combativos. Nunca se ha abordado de forma adecuada el trabajo de averiguar en qué consistió la regresión evolutiva del nazismo. A decir verdad, escondidos en su propio activismo y en sus consecuencias catastróficas, los nazis nunca fueron examinados de forma objetiva. El informe más profundo que tenemos se lo debemos a los interrogatorios de Adolf Eichmann, que han sido sublimados por Hannah Arendt con sutiles análisis sobre la banalidad del mal. Quizá se trataba de sencilla estupidez. Lo que aparece tras las respuestas de Eichmann es más bien una limitación de inteligencia, funcional para resolver ciertos sencillos problemas logísticos, pero incapaz de abordar problemas complejos. Esa estupidez es fruto de una esmerada voluntad y educación. No se consigue sin mucho trabajo. No es natural. El nazismo empieza no con la violencia, sino con el desprecio de la inteligencia.

Ahora parece que, sublimados también con alusiones al toro bravo y a la vieja retórica de Miguel Hernández, se nos propone de nuevo la virtud de la brutalidad como la directiva. Y eso en la situación por la que atraviesa España. ¿Para qué valorar la inteligencia? ¿Sería necesaria para algo en nuestro presente sin problemas? Y así es como creo que la divisa de Göbbels ha comenzado a instalarse en nuestra vida cotidiana. Si queremos saber quién está con nosotros, llevemos la radicalidad al extremo. Para eso no hay que excluir la más evidente mala fe. Es indiferente el argumento que usemos. Ya encontraremos un puñado de voceros sin otro oficio que repetir nuestras consignas. Los sacaremos en Radio Nacional de España mañana, tarde y noche, y al final parecerá como que es puro sentido común. Por ejemplo: que el proyecto de la nueva ley de educación quiere proteger derechos individuales.

Y entonces el coro de voceros se pone en movimiento: «¡Aunque solo sea un ciudadano el que pide que el castellano sea el idioma vehicular en Cataluña!».

En realidad, sabemos que ese único ciudadano puso su recurso para que alguien pudiera decir «aunque solo un ciudadano€». Pero el argumento es de extrema mala fe por otro motivo. Que la ley existente era suficiente para proteger derechos individuales se muestra en la propia sentencia. No es preciso ulterior legislación. ¿Que la sentencia no se cumple? Que se cumpla. Pero no se puede asegurar dicha sentencia por otra ley. Legislar sobre una sentencia, que ya de por sí funda legislación, es una prueba evidente de mala fe. Cualquiera, sin necesidad de nueva legislación, puede reclamar lo que la sentencia otorga. Pero dado que la ley no puede obligar a nadie a exigir entre una de las cosas a las que tiene derecho, la nueva ley nada cambiará de facto. La elección de unos padres de que sus hijos sean discriminados de su comunidad escolar habitual, sólo se elegirá desde una militancia ideológica extrema. Así que la ley no pretende otra cosa que animar a la gente a hacer algo que hasta ahora no ha tenido éxito: saber quién está de verdad con nosotros. Una comunidad aparte. Al final sólo algo queda claro: se intenta de manera brutal decir que todo lo que se ha hecho legalmente hasta la fecha es ilegítimo. Fiat justitia, pereat mundus, parecen decir. Pero olvidan que la política de inmersión lingüística forma parte de la justicia. Al legislar con la pretensión última de producir una separación de comunidades escolares en Cataluña, el Gobierno está usando su poder de modo completamente ajeno a las funciones gubernativas, que pasan por mantener unida a la gente, y no dividirla. Pues dividir es el proceder propio de quien desea saber quién está con nosotros.

Cierto, alguien podría decir que el Gobierno catalán también se extralimita al separar afectivamente a sus escolares de España, que juega a dividir a la ciudadanía y que promueve la radicalidad. Desde luego, mantener unida a la población catalana es su deber, y lo cumple con la ley de inmersión lingüística. Pero también forma parte de su deber, jurado solemnemente, no producir desunión con el resto de España. Una cosa no debería ser contraria a la otra. Como es natural, en tanto español, me siento incómodo cada vez que los líderes catalanes dan por supuesto que esa desafección es recíproca y que nos afecta a todos. Es falso y en todo caso exagerado. Pero lo que ven hasta los ciegos, más allá de los errores de CiU, es que los pactos constituyentes están rotos. Nadie puede cuestionar esto. Las fuerzas que lideraron la aprobación de la Constitución en Cataluña y del Estatuto catalán, ya no se sienten vinculadas a ese pacto. Lo han dicho con claridad. No se puede decir que esta declaración sea desleal per se. Expresa una voluntad posterior a la sentencia del Tribunal Constitucional. Los catalanes pueden ser obligados a mantenerse en el esquema de ese pacto, porque la legalidad está de parte del Estado, pero eso no disminuirá un ápice el hecho de que la mayoría de las fuerzas políticas de Cataluña no se siente ya vinculada a ese pacto. Pujol tiene razón. España debe dar el primer paso. Cuando González habla de posibilidad de diálogo, y lo demuestra con su mismo ejemplo, olvida que tras él no hay ningún poder del Estado.

Y así es. Mientras no se demuestre lo contrario, el poder ejecutivo del Estado está de parte de la divisa «si queremos saber quién está con nosotros, radicalicemos todas las ideas». Es posible que este proceder le permita al Gobierno mejorar el apoyo popular. Yo lo dudo. En todo caso, por cada votante que gane con este proceder, perderá a tres ciudadanos bien dispuestos a resolver los problemas de España de forma no sólo civilizada y pacífica, sino lo más importante, inteligente y de buena fe. Las posiciones del Gobierno en relación con Cataluña no definirán el sentido común de España, porque no son razonables. Esta transformación no la conseguirá un puñado de propagandistas a sueldo. Mientras tanto, es nuestro sencillo deber invertir la consigna de Göbbels: «No estaremos con vosotros mientras seáis brutales».