La renuncia del Papa, desde el punto de vista humano, es totalmente comprensible. Se confiesa cansado, sin fuerzas para conducir el rumbo de la Iglesia. Su hermano, sacerdote como él, remacha el clavo: «Quiere una vejez más tranquila». Pero el Papa, para el orbe católico, es el delegado de Dios en la Tierra, un puente directo, de palabra infalible y figura inatacable. En la práctica religiosa diaria, cuando un creyente está cansado, abatido por el trabajo o mermado por la salud, reza para recibir aire de la divinidad. ¡Cuántas homilías se aderezan cada día con ese recurso, con esa invitación a orar para obtener del cielo los ánimos que flaquean para continuar! Y resulta que al cabeza de la Iglesia, al sucesor de Pedro, no le llegan las fuerzas de Jesucristo en cantidad suficiente como para seguir en el puesto. Su ejercicio de sinceridad es admirable, pero es posible que con él esté cuestionando las bases mismas de su relación con la divinidad, bajando a una altura terrenal que contrasta poderosamente con el elevado magisterio que ha pretendido extender a cubierto de su capa de armiño.