Joseph Aloisius Ratzinger (Baviera, Alemania, 1927), Benedicto XVI desde el 19 de abril de 2005, acaba de entrar en la historia de la Iglesia católica por un hecho extraordinario que demuestra la honradez personal e intelectual de un pontífice cuya fe en Dios siempre ha ido acompañada de la confianza en la razón humana. Ayer anunciaba su renuncia «siendo muy consciente de la seriedad de este acto y con plena libertad», circunstancia que marca una diferencia sustancial con las renuncias de anteriores pontífices a lo largo de los siglos. Se pueden contabilizar hasta 10 dimisiones papales, pero en todas ellas concurrieron factores de renuncia forzada por otros aspirantes al pontificado o por el ánimo de resolver fuertes conflictos eclesiales. Gregorio XII (1406-1415) lo hizo por el Concilio de Constanza para cerrar el Gran Cisma de Occidente. Acaso Celestino V, monje elegido papa en 1294, a la edad de 84 años, sería la única renuncia voluntaria, a los cinco meses de su elección, al verse superado por el cargo, pero su caso acabó negativamente al ser encarcelado por su sucesor, Bonifacio VIII, a causa de los celos.

A día de hoy ninguna circunstancia señala que la renuncia de Benedicto XVI se produzca bajo presión ni con riesgo de ajuste de cuentas ulterior. Su acto atiende a razones de sentido común, aun en contra de la extendida opinión en la Santa Sede de que un pontífice no debe abandonar su puesto, circunstancia que Juan Pablo II cumplió hasta su último aliento, pese a que su capacidad de gobierno se vio seriamente afectada por su avanzado deterioro físico. Y antes, fue Pablo VI quien manifestó que «la paternidad nunca puede ser objeto de renuncia»; temía que se estableciera un precedente que animara a las facciones de la Iglesia a forzar la dimisión de futuros sucesores de Pedro. Benedicto XVI, que en abril cumplirá 86 años, ha destacado que renuncia porque ya no tiene «fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino» por su «edad avanzada». El cuadro médico de Ratzinger incluye episodios antiguos de un ictus o de dolencias cardiovasculares. Además, padece dificultades de visión en el ojo derecho, una importante artrosis en la cadera derecha e hipertensión. Incluso ha llegado a utilizar la plataforma móvil que usó Juan Pablo II.

En su libro entrevista Luz del mundo (2010), respondió sin ambigüedades que «si un papa se da cuenta claramente de que no es física, sicológica o espiritualmente capaz de mantener las obligaciones de su cargo tiene el derecho y también la obligación de renunciar». Pero también señalaba que «cuando el peligro es grande, uno no debe huir; por ello este no es el momento para renunciar». Estas palabras se cumplieron ayer en todos sus términos. El papa encaró momentos muy adversos, pero 2010 fue el año más duro. La acumulación de informes oficiales de varios países acerca de los abusos sexuales del clero a menores abatieron a Benedicto XVI, quien, sin embargo, ya desde antes había promulgado medidas de corrección y realizado gestos señaladísimos, como imponerle en 2006 el retiro a Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo y demostrado pederasta. Pese a las acusaciones de tibieza o de ocultamiento que recibió, los hechos son patentes: más de 70 obispos, incluido algún cardenal, han sido apartados, en su mayoría por encubrir casos de pedofilia. Ha actuado con firmeza y esta ha sido una de las claridades de su pontificado: zanjar un problema que la Iglesia arrastraba desde hace décadas.

Al anunciar su renuncia, Benedicto XVI habló ayer de disminución de su «vigor tanto del cuerpo como del espíritu». Es probable que el caso Vatileaks, que reveló numerosos documentos comprometedores sobre las pugnas curiales o sobre los convulsos aconteceres en la banca vaticana, minara su ánimo. Su decepción fue inmensa cuando su mayordomo, Paolo Gabriele, acabó detenido y condenado por las filtraciones. Era la prueba de que a un pontífice poco o nada curial le desbordaban los acontecimientos. Benedicto XVI no ha sido un gobernante férreo, sino un teólogo de una finura extraordinaria. Si esto último ha sido otra de sus luces, lo primero ha sido una sombra manifiesta. Pero aún en las mayores adversidades, fue capaz de reconocer mediante carta, con sinceridad y limpieza, sus errores al levantar la excomunión del obispo Williamson, pertinaz negacionista del holocausto judío.

El próximo 28 de febrero, a las 20 horas, el Vaticano entrará en sede vacante y quince días después se reunirá el cónclave que elegirá al nuevo Sumo Pontífice. Quien releve a Ratzinger será probablemente un cardenal de entre 65 y 75 años, que continuará la senda de Juan Pablo II y Benedicto XVI, es decir, la restauración o corrección de las desviaciones del Concilio Vaticano II. Pero sobre los hombros del sucesor recaerá la responsabilidad de hacerlo con la honesta convicción de Ratzinger, fiel defensor de las esencias del Concilio, y con una dosis de fe y razón como la que este papa ha mostrado. Su legado intelectual es la mayor luz que deja, aun por encima de las sombras.