Desde el éxito mundial de Blasco Ibáñez, el primer autor de best-seller; o el triunfo americano de Sorolla, que continúa vendiendo cuadros millonarios; o las noches triunfales de Lucrecia Bori en el Metropolitan; o el maestro Iturbi rodeado de glorias hollywoodienses, Valencia no había proyectado al mundo focos culturales de tanta magnitud. Me refiero al Palau de les Arts, que comparte Helga Schmidt a medias con Zaplana y Camps, los sacerdotes que trasladaron los millones públicos -con cierta laxitud- al monumento de las representaciones. Nadie dudará de la internacionalización de Valencia a través del Anillo de Wagner, lo que ofrece una paradoja intensa: la ciudad de la huerta sobrevolando el mundo bajo los mitos germánicos del protegido de Luis II de Baviera, como si saliera, Valencia, de un sueño de Bayreuth. Son cosas de la globalización. ¿Alguien, en su sano juicio, hubiera pensado, hace unos años, que el firmamento musical del último tercio del siglo XX y principios del XXI estaría en condiciones de tomarse una horchata en el Cabanyal o pasear por el Carmen y después levantar un Wagner? Alex Ross, en su último libro, relata como el «basso lamento» o la chacona española se insertan en la historia de la música con Monteverdi, Bach o Ligeti en una evolución que recorre nuestros días. Les Arts no ha hecho otra cosa: acelerar una tradición inconcebible para nosotros. Las lechugas del Mercado Central con el Fidelio de Mehta; el «Arròs amb fesols i naps» elaborado por las hermanas de don José Mahiques para Puchades y sus compañeros del Valencia CF con el enorme Turandot de Maazel; los trinos del Palleter de Alfonso Rus con los solemnes acordes de la Salomé de Strauss. Una orgía de tradiciones débilmente apuntadas en el siglo pasado cuando aterrizaron Nureyev o Miles Davis por la calle Las Barcas. Quién lo iba a decir. Todas esas magnitudes operísticas transitando por esta tierra zarzuelera. La belleza alemana (e italiana) entre pasodobles y marjales autóctonos.

El domingo, sobre las siete de la tarde, el canal internacional Mezzo emitió Las Troyanas, de Berlioz, bajo la batuta de Valery Gergiev (producción de les Arts, con la Fura). El orbe musical, de Sibera a Sudáfrica, contempló el acontecimiento. Un monumento mucho más perdurable -aunque de menos relumbrón publicitario- que el panteón de la Copa del América o el obelisco de la Fórmula 1. Comparar el auditorio donde se representa la ceremonia del gran arte con la Ciudad de la Luz o Terra Mítica, otras epopeyas de la época, son ganas de insultar. (¿Qué tiene que ver una tragedia griega con la Disney?)

Les Arts es un producto de la famosa burbuja, aunque su colosalismo y su coste sean objeto de discusión. El Liceo y el Real -y Sevilla y Sidney- también costaron un pastón, pero tal vez en esos lugares el instinto de autodestrucción no ande tan excitado. Los valencianos nos pasamos el día poniéndonos a parir. Por eso, mientras nos destripamos unos a otros, a mayor gloria de los foráneos, al menos habría que celebrar que les Arts convoque esos viajes intermitentes hacia otras dimensiones, entre ellas la del genio (debería ser más democrático, el viaje, por cierto). Mehta le pidió el otro día a Fabra que mantuviera el coliseo. Yo hubiera propuesto una calle para Schmidt.