Los elementos son básicos para transitar por la política con una cierta autoridad: hay que poseer un criterio (y mantenerlo) y esquivar los «calentones». Si la opinión es ambulante, el político se pone en lo peor: le reclamarán explicaciones a cada paso. El lío con Blasco parte, en gran medida, de esa insuficiencia. Blasco se ha pasado semanas exigiendo que se fijara una posición. La respuesta ha sido etérea: la mejor línea recta es la quebrada. De acuerdo con esa pauta, en cada eslabón del proceso se ha modificado la acción política. La Generalitat se personó por lo penal en el caso Cooperación pero no en Nóos pese a recomendarlo la abogacia de la Generalitat. Fabra no quiso herir a Rita, quizás con Camps su lectura hubiera sido distinta. Después se dijo que si el pronunciamiento de la abogacía era fatal para Blasco, se tomarían medidas disciplinarias. Cuando la abogacía se pronunció y pidió cárcel, hubo una variación: había que esperar a la apertura del juicio oral. Otro plan abrasivo: si se espera al juicio oral, hay otros diputados del PP que están en una posición de salida antes que Blasco. Cuando se le preguntaba al oficialismo sobre la paradoja, se dejaba vencer por la inopia: respondía entonces que cada situación era diferente, con lo cual engordaban el problema en lugar de simplificarlo. Hacían caso omiso al código que sirve para evitar los abismos o los ultrajes: en política, como en los otros órdenes de la vida, se han de fijar unas pautas para desterrar la arbitrariedad. Y también para defenderse de las impugnaciones externas cuando se actúa con justicia o con la razón. Al final, se ha optado por expulsar a Blasco del partido tras unas declaraciones que difícilmente pueden ser objeto de un castigo de esa envergadura. Otra herida abierta por la escasez de criterio. ¿Acaso habría que calificar como indisciplina o deslealtad las declaraciones de Rus admitiendo que no acudirá a la reunión del grupo popular que ratifique la expusión de Blasco?

Una y otra vez, Fabra se ha ido introduciendo en su propio laberinto. Y sus dificultades para encarar el dilema no han hecho sino sedimentarlo. ¿Cuál era la posición del PP anterior a Fabra? Presunción de inocencia y condena en los tribunales. Ni más ni menos. Se puede estar de acuerdo o no, pero la fórmula no estaba sujeta a inconstancias. Fabra ha querido ejemplarizar su ejercicio higiénico contra la corrupción, y habrá que alabarlo, pero los procedimientos son la médula para apartar la iniquidad o el capricho. Ése es el asunto. Si Fabra quería ver a Blasco fuera del grupo parlamentario, debió expulsarlo con su primer argumento: la Abogacía de la Generalitat. Al fin y al cabo, el revuelo de ese acto estaría a años luz del boicot que sufrió Camps con el plante del grupo parlamentario zaplanista, lo nunca visto. ¿A quién se sancionó entonces? Nada. Fíjense en Rafael Maluenda: ha ocupado cargos de altísima dignidad pese a su desafío.

Si Fabra no tiene el dominio del partido, ¿por qué tensa la cuerda? Cabalga sobre la idea de la limpieza dictada por Génova, dicen sus partidarios. ¿Es suficiente? ¿No se necesitan consensos previos para instaurar la causa de la desinfección sin salir dañado? Parece razonable que sí. Y los consensos surgen del partido. Del PP valenciano, no de Génova, porque no se puede actuar invocando órdenes o cumpliendo las tareas del galeote. Hace algún tiempo, Génova le señaló algunas carestías sobre los círculos de control. En realidad, el problema con Blasco sería insignificante si Fabra desplegara autoridad sobre el partido. No es así. Al menos, por ahora.