Con todos los respetos y si se me permite la analogía, uno diría que a Fabra le ha sucedido como al lechero timorato de «El asombro de Brooklyn». Una noche, a las puertas de un club, Sullivan se ve envuelto en una pelea y acaba derribando al campeón del mundo de boxeo. El mánager del campeón decide convertir al lechero en una estrella. Lo hace a base de comprar todos los combates en los que participa. Sullivan llega a creerse invencible. En la cúspide de la fama, el mánager prepara el combate decisivo. El lechero habrá de pelear contra el campeón a quien tumbó, esta vez en un «ring» oficial. Conociendo el fiasco, el mánager apuesta por el campeón. En contra de todos los pronósticos, gana Sullivan.

Misión cumplida. El lechero bien se podría retirar a algún paraíso. Fabra, también. Derribar a Blasco era una tarea de titanes. A trancas y a barrancas, amoldando el criterio a su suerte, muñendo voluntades, abatiendo piezas procedimentales y, sobre todo, encendiendo muchas velas a la diosa Azar, Fabra ha tumbado a uno de los políticos con más «talento, ambición y codicia» (Josep Torrent) que han brotado por aquí en las últimas décadas. Ya puede elegir balneario para jubilarse: su empresa era comparable a la catalogación imposible de la Biblioteca infinita de Borges. No sé si Fabra pasará a la historia por ser un hombre sensato o por intentar cambiar el destino de los fondos del Estado hacia esta corcovada periferia. Se le recordará, seguro, por haber derrocado a Blasco. Mejor: por doblar su leyenda. Bien es verdad que los elementos jugaban a su favor. El campeón digería muchos errores.

Aún así, Blasco ha dejado varios interrogantes sobre el cuadrilátero. No se ha celebrado la votación en el PP, lo que alberga una duda sobre el resultado. Se ha advertido que, para brindar el K.O., Fabra ha trazado un camino caótico. Y se ha observado que han de pasar muchas lunas para acercar a Rus y seducir al partido. Pero algo es algo: su nombre se ha inscrito en el Olimpo junto a los grandes. Ahora, a por los demás.