Opinión

El eterno localismo

Jesús Civera

Desde Cánovas y el Marqués de Campo, Valencia se ha debatido entre dos fuerzas en tensión: el provincianismo y la modernidad. José Campo es muy fácil de detectar hoy: si reinan los borbones, es en parte gracias a él: financió el alzamiento de Sagunto. Si se abre el grifo en Valencia y cae un chorro de agua, ahí está él: inició el servicio cuando era alcalde de Valencia. Si uno sube a un tren de cercanías, su efigie le sobrevolará como un espectro: fundó el primer ferrocarril, del Grao a Xàtiva. Si se ha depositado el dinero en Bankia o es socio de la Económica, sepa que inspiró el espíritu de su creación. Si acude a una corrida en la plaza de toros, ha de ser consciente que el monumento se acabó con su dinero. Y si reniega de la esclavitud, avergüéncese porque Campo tenía barcos esclavistas -«La perla del Turia», uno de ellos- y Cánovas era partidario del sistema abyecto.

Desde aquellos tiempos, Valencia se ha dividido entre las dos ideas, la universalidad y el localismo. El triunfo de la segunda, hasta hace unas décadas, ha sido espectacular. Una es fértil y se extiende por todas las perspectivas posibles; la otra es resistente y su aparente rebeldía constituye un canto a la obstinación. Una capa de polvo viejo taponó a la primera durante el franquismo y la segunda hubo de alumbrar sus vértebras y sus postrimerías con Alfons Roig o Aguilera Cerni o Manolo Gil, además del grupo Parpalló y otros derivados en las artes plásticas. Poca cosa, en general, para soportar las vigas del exilio. Las ideologías divergentes se premiaban con la cárcel. ¿Quién iba a pensar que las dos fuerzas estallarían de nuevo en un desafío cósmico cuando el socialismo de Ciscar y Lerma, y Alfaro y Llorens, decidió levantar el IVAM? Lo hicieron, y de manera brutal. Estuvieron a punto de desplomar el proyecto. La raíz de «cuidar» el IVAM durante años, apartándolo del vil politiqueo -hoy Compromís ha decidido acabar con el veto imaginario- y de los nombramientos más o menos afortunados, proviene aún del peso de aquella pugna, todavía vigente en la memoria. Ganaron los buenos, pero por los pelos. Sus ecos se escuchan hoy. Esa misma tendencia localista alcanzó al Palau de la Música, aunque fue un solplo tangencial. Conejero entendió enseguida que cualquier concesión al regionalismo supondría el principio del fin del carácter cosmopolita que se le quería imprimir al auditorio (que no ha de chocar con el impulso al sedimento musical valenciano moderno). Los programas de la época -y los de Muñoz y los de Beneyto después- dan cuenta del rechazo al localismo segregador y a las horteradas indígenas. ¿Podía ser de otra manera?

Es curioso, pero hay que alertar sobre la sospecha. Muchos de esos provincianismos emergen hoy desde la izquierda. La izquierda lo está pasando mal pero no por eso ha de detentar el monopolio de lo trasnochado. Quizás no se den cuenta sus señorías, pero deberían estar vigilantes: se diría que su fuerza transformadora de los ochenta se diluye hoy en una especie de gerontocracia indisimuladamente rancia. Es como si anduvieran eternamente sombríos, cabizbajos y contrariados. Se apoya el localismo artístico (da igual que sea el folclore autóctono, los trovadores de la cançò o el «pintoret» de Meliana), se avasallan los proyectos globales (como el del Palau de les Arts, más allá de los excesos laborales, o el IVAM), se reniega de sus propias conquistas y se obstruye la posibilidad del diálogo con los logros de la derecha que discurren por el camino iniciado: el de la impugnación del provincianismo, el verdadero enemigo que resucita de vez en cuando. Oigan, aclárense. ¿Prefieren escuchar a la banda de Castell de Cabres o a Gergiev?

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