Opinión
¿La gran estafa?
Eduardo Jordá
Todo es una farsa, estamos sufriendo una estafa sin precedentes, nos están robando todo lo nuestro, la democracia es una engañifa, el capitalismo es un sistema monstruoso que devora a los seres humanos: esta clase de análisis incendiarios son los que más abundan entre nosotros desde la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Si nos dejamos guiar por estos juicios de valor, vivimos en la peor época histórica que hayan conocido los seres humanos. Y si hacemos caso a estas quejas no ha habido plagas, hambrunas, guerras o epidemias que puedan compararse con la situación que estamos viviendo.
Y sí, ya sabemos que las cosas van muy mal y que algunos sinvergüenzas se han puesto las botas a costa del sufrimiento de los demás, pero no parece que las cosas hayan sido muy distintas a lo largo de la historia. ¿Era el capitalismo menos monstruoso cuando la economía española crecía a buen ritmo y un peón de la construcción ganaba tres mil euros al mes? Y yendo más allá, ¿había menos corrupción en el franquismo? ¿Se vivía mejor en los tiempos de la II República? ¿Se estafaba menos entonces? ¿Había menos engañifas? ¿Era la democracia una farsa más aceptable en aquel momento de lo que es ahora? Por lo visto sí, porque parece que nunca se había robado tanto como se roba ahora ni se había engañado tanto a los electores como se hace ahora. Las quejas han sido eternas. Los lamentos sobre la corrupción en Roma que se leían en las cartas de Cicerón son muy parecidos a los lamentos por la corrupción de la España de la Restauración que se pueden leer en las cartas de Clarín o Galdós. Cambian los nombres, cambian las circunstancias, pero los hechos permanecen inmutables.
Y esto es así porque la condición humana es la que es: donde hay dinero, donde hay oportunidades de beneficio, donde hay motivos para usar el poder en beneficio propio, muy pocas personas logran salir indemnes. Lo extraordinario, lo inexplicable, lo que nunca entenderemos, no es que haya habido docenas de Luis Bárcenas en estos últimos tiempos, sino que algunas personas cuyo nombre no conocemos, y que estuvieron en condiciones de hacer lo mismo que hizo él, se negaran a hacerlo porque había algo en su conciencia que les impulsaba a decir que no. Y si todo es una farsa y estamos sufriendo una estafa colosal, siempre queda la posibilidad de que alguien se niegue a participar en esa farsa o se niegue a ser cómplice de la estafa. A la hora de la verdad, siempre es una conciencia individual la que tiene la última palabra y puede decir que no.
En su casa de Brooklyn, hace medio año, el escritor Phillip Lopate me contaba que los grandes proyectos urbanísticos de los años 30, que derribaron los edificaciones insalubres en los peores barrios de Nueva York y las sustituyeron por edificios decentes construidos con dinero público, se debieron a la voluntad de diez o quince personas que se empeñaron en llevar adelante su proyecto. Esas personas fueron unos pocos arquitectos y urbanistas y políticos locales que se atrevieron a luchar contra los intereses de las grandes corporaciones y contra la tupida trama del clientelismo municipal. Y lo que más le llamaba la atención a Lopate era que nadie en Nueva York recordaba los nombres de esas personas que se empeñaron en levantar viviendas decentes en el Harlem y en el Bronx y en el East Side. Y recuerdo que Lopate me recitó con orgullo algunos de esos nombres: Newman, Smith, Whyte, JacobsMe gusta acordarme de esos nombres cuando oigo la cantilena habitual que pretende convencernos de que vivimos en el peor de los tiempos posibles. Porque es cierto que vivimos una estafa colosal, pero también es cierto que siempre queda margen para que la iniciativa individual haga frente a los falsarios. Y entonces oigo a Lopate recitando esos nombres: Smith, Newman, Whyte...
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