Opinión

Rajoy y el diluvio

Hace tiempo escribí que la crisis política era de mayor envergadura que la crisis económica y a la vista está que siendo profunda ésta, aquélla se antoja abismal. Días atrás la vicepresidenta Sáenz de Santamaría presentaba un plan de reforma de las Administraciones diciendo que llegaba «la hora del sacrificio de los políticos». Pero, aparte de lo desenfocada que estaba esa propuesta, el problema que tiene la democracia española no son los órganos, organismos y chiringuitos creados para colocar a los políticos que no tienen cabida en puestos de primera fila. Esa es la desagradable consecuencia de un problema mayor y, por tanto, su supresión o reforma no ataja de raíz el mal. El sacrificio de estos personajes secundarios se expone como ofrenda al pueblo en señal de expiación de los excesos pasados y símbolo de regeneración, pero no pasa de ser un maquillaje que, como tal, es pasajero.

El problema está en la concepción partidista de la política, pensada como vía de acumulación de poder y de destrucción del adversario. Mientras, la ciudadanía queda en un segundo plano, como adormecida espectadora de la contienda, que sólo cada cuatro años es llamada a participar en unas elecciones basadas más en las fobias que en las filias.

Es común afirmar que con la crisis económica y los escándalos políticos el pueblo repudia la política y abjura de la democracia. Pero esta desafección se produce porque quienes primero dan la espalda a la Constitución y a la democracia son los políticos; principalmente los de partidos con mando en plaza, pero también todos en general, constituidos en clase política, que deciden pertrecharse de una serie de beneficios negados al común de los mortales. Uno de los mayores males de nuestra democracia es la falta de transparencia, porque la opacidad permite crear privilegios y, lo que es peor, actividad delictiva impune.

Bárcenas no es un deshollinador, pero en su huida ha decidido tirarse por la chimenea del PP, que tan bien conoce tras años de ocultar y manipular en ella dinero negro. Aunque de manera involuntaria, su caída, arrastrando la porquería acumulada y mostrándola públicamente, tiene un efecto beneficioso. Más allá de poner en evidencia a un delincuente, hace salir a la luz aquello que una buena política de transparencia y control debería haber evitado y, en su caso, denunciado.

Ante las revelaciones de Bárcenas la reacción del PP es negar la existencia de la chimenea y la de la oposición es prenderla para quemar a Rajoy. Como no hay transparencia ni conciencia de la necesaria separación entre ámbitos de los partidos y ámbitos de los poderes públicos, todo se confunde y la democracia de partidos se transforma en un Estado de los partidos.

Rajoy se escuda en que como presidente del Gobierno debe ocuparse de la crisis, sin distraerse en cosas internas del partido, mientras Rubalcaba anuncia una moción de censura si el presidente no da explicaciones al respecto. Y a todo esto, se paraliza la tramitación de una Ley de transparencia que tiene pinta de dejar por el camino muchos agujeros negros.

Presentar una moción de censura por este asunto y simplemente para forzar a que el jefe del Ejecutivo dé explicaciones sobre la financiación irregular del PP es un despropósito, máxime cuando esa presentación necesariamente conlleva que Rubalcaba se muestre en el debate no como acusador de Rajoy, sino como candidato que se examina para sustituirle en la Presidencia. Para eso más les valdría a los diputados del PSOE hacer un escrache ante la Moncloa.

En este asunto Rajoy debe dar la cara ante el Congreso de los Diputados no por su actividad como presidente del Gobierno, sino por ser el titular de esa alta magistratura del Estado, sobre el que se ciernen graves sospechas de irregular financiación del partido que preside. El crédito de la Presidencia del Gobierno y la imagen de España que él proyecta los genera la persona que ocupa el cargo. En igual medida, deberían comparecer también Aznar como antiguo jefe del PP y los secretarios generales del partido, porque las dudas e interrogantes se extienden a épocas pretéritas.

Además, Rajoy debería comparecer en su calidad directa de presidente del Gobierno si desde que accedió a la Presidencia su Gobierno concedió obra pública o realización de servicios a empresas que aparecen anotadas en fechas previas como donantes del PP. Y lo mismo cabría decir de sus ministros -y de Aznar y sus ministros- si hay en la contabilidad B del partido datos que se corresponden en el tiempo con adjudicaciones públicas a empresas donantes. En tales casos, habría, además, que ponerlo en conocimiento de la Fiscalía General.

El asunto no es si Rajoy y Cospedal cobraron sobresueldos, sino, primero, si hubo financiación irregular y, segundo y más grave aún, a cambio de qué, porque, si se demuestra esa correlación entre empresas donantes y adjudicatarias, el enriquecimiento del PP fue a cuenta de las arcas del Estado, a través de las empresas que adelantaban el dinero al partido para luego recuperarlo con creces en las concesiones públicas de obras y servicios.

Puede que la imagen de España se deteriore al pedir explicaciones al presidente del Gobierno por este asunto, pero se deteriora mucho más la democracia a los ojos de los españoles, si no se dan o si no son convincentes. Al final, la dimisión de Rajoy no la va a acabar provocando una moción de censura sino su parsimonioso silencio. Rajoy debería saber que el hombre que vio escampar después del diluvio fue Noé.

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