Opinión

Dos años para renovar el PPCV

Hay partidos que viven épocas crepusculares. No hace falta amasar las piezas para constatar la evidencia. El PP valenciano se ha instalado en ese territorio donde las divisiones solapan el conjunto y un cierto caos improvisador domina los puntos cardinales. Las querellas entre barones y familias, las decisiones divergentes se va Alicia de Miguel, no entra Lorenzo Agustí, ¿qué es esto?, las posiciones encontradas y esos gritos manifiestos que refutan las estrategias diseñadas por Presidencia, serían impensables hace unos años. No hace muchos calendarios, el PPCV era una maquinaria armónica cuando emitía ideas o propaganda. Desde el rey al último peón, no había argumento que no fuera defendido por la totalidad. Ni una fisura. Hoy, en lugar de fisuras, son abismos. A Fabra, el presidente, le ha tocado habitar sobre ese magma. Si la aristocracia que lo eligió lo hubiera encumbrado en los momentos del esplendor económico, cuando Zaplana y el primer Camps sembraban proyectos como si jugaran sobre un mapa estudiantil, hoy sería el Rey de Reyes. No es así. Es fácil gobernar sobre las grandezas económicas, pero muy difícil sentarse sobre las ruinas. Cuando el volcán expulsa lava, todo el mundo huye para refugiarse. La imagen que da el PPCV, a poco que alguien compile los episodios diarios, es esa: la del desconcierto.

En algo está el PPCV de acuerdo con las tesis de Fabra, que estos días cumple dos años desde que relevó a Camps. Es extraña la convergencia con el partido, pero alguna se constata. Por ejemplo, la lucha por una financiación justa (y el déficit asimétrico), y las políticas reformistas sobre la administración. La primera reivindicación es «prenacionalista», una de las madres del federalismo de Puig. Es una demanda valenciana, no viene inducida por Madrid. Y es sabido que el regionalismo siempre responde a amplios consensos. Esa conciliación de intereses carece de mérito. La dicta la inercia.

La segunda, centrada en las políticas de austeridad, viene de Madrid/Bruselas. Son decisiones obligadas a fin de cumplir márgenes ya determinados. Hasta cierto punto, el partido las ha interiorizado: no le gustan, pero agacha la cabeza y ha firmado el contrato. Respeta la línea de autoridad. La disparidad es asumible.

Donde están rotos todos los puentes es en la doctrina sobre la corrupción. La fractura en el PPCV no es que sea colorista, es que la práctica totalidad del partido discrepa de Fabra. En una parte está el partido, en la otra Fabra. Fabra y Císcar. La quiebra aquí es monumental. Y dado que Fabra no da marcha atrás, pese a las insistentes advertencias del partido ayer volvió Rus a ilustrar su «línea roja», parece que ha decidido jugárselo todo a esa carta. Por supuesto, esa carta no tiene otro destino que el de la renovación total del PPCV. Caiga quien caiga.

Un partido, con esas disensiones casi paradigmáticas, se enfrenta a un cambio de estructuras y a una renovación de los cuadros. Lo único que está diciendo Fabra de forma velada y recelosa, durante todo este tiempo, es eso. Que el PPCV ha de cambiar. El elogio a Alicia de Miguel no sólo encerraba otro adiós a los imputados; invitaba a los dirigentes a encarar esa pérdida. Dado que estos son mayoría, el panorama es letal.

Fabra recibió una historia ingrata, la de Camps, a la que ha hecho culpable de parte de su desgracia. Se confunde con la otra parte, incrustada en ella: ha sido víctima de la desgracia económica. No es fácil salvar los pilares del Estado de Bienestar con los bolsillos agujereados. Las lágrimas de Fabra se han derramado sobre esos dos mantos. Esos sollozos, vertidos sobre su pasado inmediato, son conocidos. Lo que no es tan conocido es el abrevadero para el futuro. Le quedan dos años («Dios dirá», si hacemos caso a Císcar) para reescribir la página lógica: el cambio del PPCV. Fabra ha ido tan lejos que ha alcanzado un punto sin retorno. Si las fuerzas en tensión piden una mudanza, al menos él está en la cúspide. O lo hace o lo deglutirán.

Tracking Pixel Contents