Tengo el mayor aprecio intelectual por Antonio Valdecantos. Además, lo conozco desde los tiempos en que el Instituto de Filosofía del CSIC quería ser una institución de referencia, cuando empezaban los 90, y le profeso un intenso afecto personal. Sé de su insobornable inteligencia y de su limpieza personal. En suma, he dialogado con él en multitud de ocasiones y estoy seguro de que entenderá este trabajo como parte de ese diálogo.

Quiero hacer referencia a su artículo Del 98 al 13 porque me ha impactado de forma especial. Otros artículos suyos, que sigo con atención, expresan más su forma peculiar de argumentar. Este, sin embargo, aborda un tema del que me he ocupado tanto desde el punto de vista académico como político, y por eso me he sentido concernido por él de forma especial. Si me lanzo a este ejercicio, tan raro entre nosotros, de un diálogo franco „no un debate, que se orienta con demasiada facilidad a vencer„, es porque creo que en este asunto nos jugamos mucho como intelectuales y como país.

El punto más básico de nuestra diferente perspectiva no se origina en un modo distinto de entender la historia del último siglo de España. De 1914 al 2013 no es mi asunto aquí. En el fondo, el artículo de Valdecantos no me parece guiado por ese relato largo, sino por uno más corto, el que impone su rutilante inicio. «Cuando se está cerca de la victoria, una vuelta a empezar»€ Este es el tono que rige toda la metáfora de su trabajo. España, el juego de la Oca.

Aceptemos por un momento la metáfora. Si vale, entonces no tiene razón Gil de Biedma. Para Gil de Biedma, en ese juego que es España, siempre se acaba mal. El juego en la poesía se torna tragedia. No me siento cómodo en esta retórica. También es posible que no sea ni juego ni tragedia, sino sencillamente historia. ¿Cómo contamos la historia? Ese es el punto. ¿Acaba mal y vuelve a empezar? Sabemos que ni una cosa ni otra son necesarias. Caos, laberinto, destino, pero también quizá avanzar hacia lo mejor. Con dificultades, pero avanzar. La Ilustración no es fácil, pero es más difícil la desolación. Lo más fácil de todo, sin embargo, es una desolación cómoda.

Y esta es la cuestión. Tengo problemas con la retórica del artículo de Valdecantos, pero creo que esto es sólo un síntoma de una perspectiva diferente. Intentaré expresarla con facilidad. En este asunto de la historia, ¿quién tiene derecho a proclamar que se estaba cerca de la victoria? ¿De verdad se está alguna vez? ¿Y quién podría decir que «en apenas tres años» ha ocurrido algo tan terrible? Estos tiempos cortos son los del mesianismo o los del Apocalipsis. No los de la historia. No al menos de la historia ilustrada. ¿De verdad se ha ido todo al traste «cuando mejor iban las cosas»?, como dice Valdecantos. Aceptemos que estas preguntas son retóricas. ¿Pero qué queremos decir con ellas? ¿Que hemos creído alguna vez que las cosas iban tan bien como vociferaron nuestros gobernantes? ¿Por qué no impugnamos esta premisa? Fue humo, y punto. Inducido, preparado para ocultar su realidad, que ahora estalla ante los ojos de todos. No es un juego de la Oca que se haya llevado a cientos de miles de jubilados a perder sus ahorros en las preferentes. Ni un destino. Fue su realidad. Pero había otra realidad, y eso es lo sustantivo ahora. Si nunca se tuvo opción de victoria, ¿a qué viene la decepción de cuestionar un siglo? Manía/depresión, se llama esa enfermedad. No es tener la cabeza fría, propia del pathos de la distancia, el ethos de nuestra profesión. Sabíamos ya entonces que España comenzaba a ir peor justo cuando se decía por todos los rincones que iba bien. Pero sabíamos que ya iba peor desde antes y que, sólo porque iba así de mal, era verosímil que alguien dijera que ahora iba bien. Sabíamos que eso sucedía desde hacía más de tres años. Sabíamos que nuestra democracia tenía problemas desde tiempos más lejanos, quizá desde 1989, porque su política no estaba a la altura de su sociedad. Lo sabe Valdecantos. Lo sabe todo el mundo. ¿Qué quiere decir entonces en su artículo?

Confieso que al final el artículo me resulta un poco confuso. O hemos vivido en la mentira de la propaganda, y entonces no estuvimos a punto de la victoria, como él dice; o la premisa del artículo de Antonio fue verdad, y entonces debe demostrarse para que estén justificados los estados de ánimo que Valdecantos señala, la humillación, la decepción, la turbación, la cólera. Mi percepción es que el dilema es falso. Ahora, cuando se ha caído el retablo de Maese Pedro „como dice Muñoz Molina„ emerge la realidad que siempre estuvo ahí. Ahora somos un país mejor, porque no nos engañamos ni nos engañan. La Ilustración se abre paso, lentamente, pero lo hace. Éramos más pintorescos arrabales de Europa, como dice Antonio, cuando presumíamos de nuevos ricos. Ahora, cuando padecemos las dificultades de la vida histórica propia de los pueblos que luchan por mejorar su democracia, sabemos algo del corazón mismo de la experiencia de Europa.

Victoria es una palabra del juego de la Oca, pero no está en mi retórica. Me suena demasiado apocalíptica, demasiado española, demasiado castiza. Por eso tengo la inclinación a impugnar la metáfora del juego de la Oca para hablar de este asunto. Incluso en la parte constructiva, en ese punto de partida en el que Antonio ve sólo tres casillas: deportes, turismo y juego. Todo esto es muy brillante, ¿pero es verdadero? No, no lo es. Podríamos añadir muchas más cosas en el punto de partida, podríamos, por ejemplo, hablar de otra realidad. La de 18 millones de españoles que hacen razonablemente bien su trabajo en juzgados, universidades, hospitales, fábricas, empresas, institutos, campos. La prueba: que exportamos trabajadores cualificados, aunque ahora decisiones concretas, tomadas por seres humanos concretos „no por el destino„, quieran cegar incluso ese camino, el último de los derechos, el de emigrar con la formación suficiente para ser queridos y trabajar en otros países.

En suma, ¿alguien creyó algunas vez que las distancias civilizatorias que nos separaban de Europa, incluso cuando creíamos estar cerca de ella, podrían acortarse de forma acelerada? Esto fue una insensatez, comprensible en mentes dogmáticas: la de quemar tiempos históricos. Podría aquí aludir a que el juego de la Oca también iluminaba a nuestros gobernantes castizos tanto como ilumina a Valdecantos: «de puente a puente y tiro porque me lleva la corriente». Los que tenemos la obligación de ir contra corriente no supimos hacernos oír. O no tuvimos el coraje suficiente para hacerlo. Llamábamos a una puerta y, si se cerraba, regresábamos a nuestro trabajo. Teníamos que haber hecho hablar a las piedras, porque sabíamos que todo aquello era falso. No lo hicimos, y ahora sentimos vergüenza.

Así que debemos ser francos. Ni Antonio ni yo nos creímos jamás la picaresca de la propaganda política oficial. Si él quiere decir que esa propaganda, que nos presentaba una «quimera de la España europea», era un producto castizo, estamos de acuerdo. Pero para mí el problema no está ahí. Lo decisivo está en no representarse nuestra relación con Europa como una victoria o una derrota. Lo decisivo es mantener abierta y creciente nuestra mutua relación. Quien observa la profundidad de esos vínculos, en el terreno humano, legislativo, intelectual y económico, sabe que todo eso tiene el aspecto de lo real. No es ni un «hecho gozoso», propio del que canta victoria, ni «una vibrante ilusión», como la que experimenta quien se va al punto de partida. Es una realidad en la que hacer pie cuando la propaganda se ha disuelto en la niebla.

¿Dónde está a fin de cuentas mi «problema» con el artículo de Valdecantos? Creo que en este pasaje, que apenas puede contrastarse con la verdad: «Nunca vamos a ser lo que nuestras minorías modernizadoras nos dijeron que íbamos a ser y conviene acostumbrarnos cuanto antes a esta mala noticia». Estas minorías son las mismas que realizaron la propaganda castiza oficial. Me sorprende entonces que el artículo de Antonio acepte a la vez las dos cosas: que son pícaros castizos, y que de ellos pueda derivarse alguna verdad definitiva, como ese «nunca» fatídico. Digámosles a la cara lo que son, y entonces no nos dirán lo que podemos o queremos ser, o dejar de ser. Su incompetencia, mala fe e incapacidad de verdad, eso es lo que está en el arrabal de Europa. Tan pronto como dejemos de creer a esas minorías modernizadoras que nos han vendido humo, comenzaremos a abandonar la posición de arrabal.

He seguido la retórica del artículo de Valdecantos porque él ha definido el terreno, y es preciso escuchar primero al que habla si ha de haber conversación. Pero si, tras este punto, tuviera el privilegio de marcar el campo, yo diría lo siguiente: tenemos que estar en Europa porque tenemos todavía que aprender a vivir en la historia. Esta no tiene ni atajos ni finales, ni sabe de victorias. Lo peor de la victoria es que el vencedor tiene menos probabilidades de repetirla. Europa ya no volverá a hacerlo. Nosotros tampoco. Pero la tragedia de España ha sido proporcionalmente intensa a la lejanía de Europa y a la voluntad de negar la condición histórica de la vida humana. Eso sostuvo la inteligencia de Ortega, y sólo la condición gnóstica de Zambrano le hizo rechazar la obra de su maestro.

Pero nosotros no somos gnósticos. No cantamos la victoria sobre el mundo, pero tampoco queremos huir de él. En la zozobra del tiempo, tenemos que orientarnos por las preguntas acertadas. Y estas son las que dejo en el aire. ¿Qué hacían nuestros dirigentes mientras nos prometían que íbamos camino de ser los mejores europeos? Embarcarnos en una agenda ideológica trivial, regresiva, abstracta, especulativa, fraudulenta. Basura fue en todo caso. Hoy lo sabemos. ¿Vamos a olvidar que todo esto es obra de la acción humana, de seres humanos con nombres y apellidos? ¿Vamos a creer en el destino, ahora? Hoy España tiene una verdad porque sabe cómo han sido los cursos concretos de acción de los actores que nos han gobernado. Antes lo sabían algunos, pero hoy lo sabemos todos. Ese saber es un patrimonio democrático. Un pueblo que tiene una verdad no puede estar en el arrabal. Otra cosa es si acreditará el coraje de vivir de forma consecuente con esa verdad; si esa experiencia creará el hábito de no dejarse engañar; si construirá realidades con el rigor moral y el desparpajo propio de los que no perdonan jamás los defectos en la representación política. Otra cosa es si dispondrá de ánimo y serenidad, esas virtudes ilustradas, difíciles y contrarias a los modos castizos. Pero es nuestra obligación intervenir en el espacio público con esta pregunta: ¿será nuestra ciudadanía más capaz de construir ese futuro si promovemos en ella esa extraña «sobria cólera», al fin y al cabo una reacción ante el destino, o si reclamamos que se atreva a forjar el atinado juicio que genera el sentido común, el que forja una representación política digna en un espacio de seres humanos concretos?