Bradley Manning ha sido condenado a 35 años de cárcel por contar la verdad. Washington, el Vaticano de la religión planetaria, reprime las evidencias del nuevo Galileo. El cabo veinteañero se retractó ante el tribunal, al igual que el científico pisano. Antes, había desarmado la farsa de la diplomacia con los cables de Wikileaks camuflados en un disco de Lady Gaga. Merece el reconocimiento al pionero sacrificado por la libertad de información. Los humanitarios alegarán que sus revelaciones pusieron a personas en peligro. Sin embargo, Tony Blair admite en sus memorias que no había motivos para la guerra de Irak que apadrinó, y a la que atribuye un mínimo de cien mil muertos. No ha sufrido sanción alguna, y se ha hecho multimillonario con el mismo cuerpo legislativo que exige a Manning la devolución de su salario militar.

Tampoco ha sido importunado el 99 % de los banqueros y estafadores, perdón por la redundancia, que han entregado el planeta al sufrimiento por dinero. Estados Unidos se niega a juzgar a sus secuestradores y torturadores apelando a la seguridad nacional, la misma que condena a un informador a gran escala como Manning. Pueden respirar tranquilas las autoridades judiciales españolas que aparecen en Wikileaks, en el triste papel de cómplices de los excesos de Washington a cambio de viajes, cursos y demás prebendas.

Un hombre de frágil silueta sufre condena por iluminar a sus contemporáneos. La condena no mide la potencia del imperio, sino su miedo. A nadie se le escapan las debilidades de Manning, Assange o Snowden, paralelas a los rasgos miserables que adornan las biografías de Einstein, Gandhi o Teresa de Calcuta. El desenlace judicial de Wikileaks demuestra que no hay leyes democráticas y dictatoriales. Toda norma puede retorcerse hábilmente para adaptarse a sus víctimas, como ese Código Penal español que identifica la resistencia pasiva con el atentado a la autoridad. Basta adjuntar el verbo robar a la ingenua difusión de información, y adjetivarla de clasificada. Un crimen horrendo, la verdad.