Según el María Moliner, abusar es «hacer uso excesivo de una cosa en perjuicio propio o ajeno». Y «abuso de poder» en ese segundo sentido es el que comete el partido que nos gobierna cada vez que esgrime su mayoría absoluta para negarse a dar explicaciones, como se supone que es su obligación, al Parlamento.

Uno, que en sus años de corresponsal ha tenido ocasión de seguir de cerca los debates parlamentarios en democracias plenamente consolidadas como la estadounidense, la alemana o la británica, se queda perplejo cuando observa lo que ocurre diariamente en la nuestra.

Es cierto que con independencia del partido que nos estuviese gobernando, las mayorías absolutas han propiciado abusos que serían intolerables en otras partes, pero lo que sucede desde que estalló el llamado caso Bárcenas desborda todos los límites razonables.

No es ya sólo que el presidente del Gobierno esquive a los periodistas, se niegue a dar ruedas de prensa que merezcan ese nombre o conteste con evasivas y simplezas a sus preguntas cuando no le queda más remedio que comparecer junto a algún político extranjero en uno de sus viajes fuera.

Es que las cínicas explicaciones que nos dan, siguiendo sin duda sus instrucciones, pues se trata de un partido totalmente jerárquico, sus más estrechos colaboradores representan una perversión casi orwelliana del lenguaje a la vez que un insulto a nuestra inteligencia.

Que lo hagan además con total impunidad sólo engendra frustración o rabia, según el temperamento de cada cual, y hace que maldigamos una y otra vez las circunstancias que posibilitaron el que un partido tan poco acostumbrado al juego democrático acumulara de pronto tanto poder.

Porque la democracia no consiste solamente en ofrecerles a los ciudadanos la posibilidad de depositar una papeleta en una urna una vez cada cuatro años para hacer luego de su capa un sayo, incumplir lo prometido en campaña, ningunear al resto de los partidos y negarse a dar las mínimas explicaciones bien en el Parlamento, bien ante los medios de comunicación, cuando se es requerido para ello.

Los políticos, tanto si están en el Gobierno como en la oposición, son responsables de la salud democrática de la sociedad de la que forman parte. Y ante ella deben legitimarse mediante su acción cotidiana. Esto es algo que muchos de ellos, en su soberbia, parecen no entender.

Son ya demasiados los casos de corrupción que mantienen ocupada a la justicia sin que nadie parezca asumir responsabilidad política alguna.

El país se desangra industrialmente. Los ciudadanos ven cómo se desmonta o privatiza lo público, se castiga a la cultura y a la ciencia, se desincentiva la investigación y se obliga a los jóvenes a salir fuera en busca de un simple puesto de trabajo. Y todos sienten que sus protestas en la calle no llevan a ninguna parte, sus voces chocan contra un muro de incomprensión cuando no de desprecio. Y se preguntan hasta cuándo. Un día tal vez la economía vuelva a crecer. Pero ¿qué habrá sido mientras tanto de nuestra democracia?