He estado releyendo un libro indispensable sobre el productor Samuel Bronston. Se llamaba, en realidad, Shmuel Bronstein (1908-1994). Era el tercer hijo de una familia de nueve hermanos. Nació en Izmail, una aldea de Berasabia, en los confines occidentales de Rusia. Su familia era judía. Emigró a París y luego a Estados Unidos, históricamente el mayor crisol de talentos europeos y mundiales. Cerca de su aldea natal (en Kichinev) hubo un progrom en 1903. Jesús García de Dueñas: «Excitado por una campaña antisemita de la prensa local, el populacho sembró el terror durante dos días». Centenares de asesinados, heridos y destruidas más de 700 viviendas y 600 tiendas. Cuando el populacho se echa a la calle por consignas, ideologías o histérico analfabetismo mental, hay que refugiarse muy lejos. Es decir, huir de un país de idiotas y anormales.

Pero hablaba de Bronston. Todo el mundo culto y civilizado „no abunda„ lo conoce por sus majestuosas e impresionantes superproducciones. Rey de reyes (1961), El Cid (1961), 55 días en Pekín (1963), La caída del Imperio Romano (1964) o El fabuloso mundo del circo (1964). El profesionalismo de estas producciones (dirección artística, fotografía, actores, preparación, música) es la antítesis de la mayor parte del cine actual. Una birria, entre el video clip y los denominados efectos visuales. Simple trucaje. Filfa. Nada de nada. Vacío en el espíritu y en la sesera. A la medida del consumidor-masa de televisión, redes sociales, smartphones y tabletas de chocolate Artiach, para los niños y adultos infantilizados.

Añádase que la crítica de cine ha sido fulminada: la auctoritas de muchos años de dedicación (lecturas, erudición, aptitud, profesionalidad) ha sido reemplazada, a la fuerza, por el subjetivismo («¡ay, pues a mí me ha gustado mucho esta peli»; «ooh, pues a mí no, tía») y la mansedumbre publicitaria/gacetillera. Siempre hay un jovencito/jovencita a mano, indocumentado, imbécil, mal pagado y modelno que no tiene escrúpulo alguno en adoptar la posición del misionero /a. Y que cree que el cine comenzó en los años 80 ó 90. Sancta simplicitas!

Ahora, lo que mola es grabar películas con el móvil o abrir una suscripción, y con los 4.325 euros de la recolecta grabar una peli que conduciría al suicidio a Anthony Mann, Bronston, y a los maravillosos John Moore y Ardeno Colosanti (directores artísticos de El Cid, 55 días en Pekín y La caída del Imperio Romano (Gladiator es la típica peli de romanos que anuncia, de nuevo, el entierro del séptimo arte).

También se suicidarían todos aquellos (muertos) que desde los años 20 del siglo XX inventaron el lenguaje cinematográfico: directores, guionistas, fotógrafos, directores artísticos, decoradores, atrezzo, cameraman, músicos, jefes maquinistas y eléctricos, montadores.

No se trata de regresar a la época Bronston (al final, se arruinó). Pero tampoco es aceptable la necedad audiovisual 2003 y años siguientes, con chiquitos y chiquitas ineptos jugando a cineastas inspirándose en «la potencia visual» de los anuncios de Danone o de una marca de automóviles. Dos ejemplos de seriedad y profesionalismo. El artista polaco Maciek Piotroswky, que había triunfado en París, y Stanley Detlie (antiguo profesor de ciencia política y económica en Alabama), uno de los más minuciosos y precisos especialistas del atrezzo, fueron esenciales en el departamento de dirección artística de El Cid y el resto de las películas de Bronston.

Por lo escrito anteriormente, comprenderán que ya no frecuente las salas de cine. ¡Hay tantas obras maestras en DVD!