El espanto es una prerrogativa que exige un acondicionamiento previo. Estados Unidos no puede horrorizarse de los crímenes de Asad sin desbordar los límites de la elemental hipocresía. Siria fue un torturador eficiente para Washington, durante la campaña de secuestros que definió la histeria posterior al 11S. Decenas de presuntos terroristas „más presuntos que terroristas„ fueron entregados al país hoy denigrado para que consumados verdugos les extrajeran información. Todo ello, sin la mínima interferencia judicial.

En la automatización de la tortura desarrollada por Washington, el presidente Bush y sus subordinados conocían los estilos característicos de cada país receptor. Egipto era el destino favorecido cuando se buscaba la aniquilación física de la víctima. Si se pretendía la desaparición del engorroso bulto humano, la CIA y sus empresas subcontratadas entregaban al presunto terrorista a Siria. Para un trabajo más sofisticado, de índole prácticamente científica, Jordania disponía de los torturadores más elaborados. A fin de que la farsa fuera perfecta, Estados Unidos exigía de los países maltratadores un certificado mediante el que se comprometían a respetar a los presos. ¿Está autorizado hoy Washington para escandalizarse ante las armas químicas utilizadas probablemente por Asad contra sus ciudadanos? ¿Puede golpearle sin padecer el remordimiento de la traición?

La fraternidad torturadora de Siria y Estados Unidos viene probada más allá de las dudas razonables. Para disipar las suspicacias mejor enquistadas, basta releer un párrafo del Grupo de trabajo sobre el trato a detenidos, una empresa en la que colaboran expertos republicanos y demócratas. En lo que se considera la versión definitiva sobre la difusión de las prácticas inconfesables, los autores admiten que «las fuerzas americanas usaron técnicas de interrogación sobre detenidos que constituyen tortura. Militares americanos llevaron a cabo un número elevado de interrogatorios que implicaron un trato «cruel, inhumano o degradante». Ambas categorías de acciones violan las leyes estadounidenses y los tratados internacionales, en una conducta contraria a los valores de la Constitución y de nuestra nación».

Vista la conducta de las tropas norteamericanas, gobernadas por el lema «guantes fuera» que definió las secuelas del 11S, cabe imaginar el trato que recibieron los presos entregados sin ningún trámite judicial a los calabozos de Siria. La duplicidad en curso de Washington, inspirada por una presunta sumisión a las campañas de imagen, cuenta con ilustrativos precedentes sin abandonar las primaveras árabes. Estados Unidos ya utilizó la imponente maquinaria de la «guerra contra el terror» „¿sería posible una guerra con bombas contra el dolor, o contra el humor?„ para abusar físicamente de los islamistas libios que se enfrentaban hace una década a Gadafi. Los torturadores occidentales pretendían ganarse el favor del dictador libio. Súbitamente, los torturados se convirtieron en aliados de la coalición que bombardeó Trípoli, y combatieron junto a la OTAN para derrocar al mismo Gadafi antes rehabilitado.

La tortura establece una peculiar relación afectiva entre el país que contrata el crimen y su ejecutor. Este vínculo se ha disipado, y Washington manipula su poder suave para imponerse de nuevo como príncipe de la virtud. Sin necesidad de proceder al cierre de Guantánamo, la cataplasma autojustificadora que esgrimen todos los dictadores del planeta. De vuelta a la actualidad sangrante, Estados Unidos se encuentra cada vez con mayores dificultades para localizar a sus enemigos. Al diseñar el futuro de Damasco, se ve obligado a optar entre una dictadura secularizada y Al Qaeda. Una vez decidido que no hay buenos, ¿quiénes son los malos?

La revisión de la teleserie Generation Kill debe disuadir a los más belicosos de la reedición del experimento iraquí. Egipto y Túnez demuestran que los demócratas siempre se hallan en minoría. Cuando rebasan esa situación desventajosa, se fragmentan para amputar la posibilidad de conquistar el Gobierno. Ante la ideología en ascenso del islamismo, el narcisismo de alto riesgo de Obama pretende saciarse con unos bombardeos quirúrgicos que renueven la autoestima nacional. Es el tipo de acción que facilita la digestión de la cena junto a la familia en las plantas altas de la Casa Blanca, sin destrozar irreversiblemente a uno de los mejores torturadores que jamás trabajaron para Washington.