Uno tras otro, el periódico ha ido recibiendo sucesivos asaltos a lo que en un tiempo fue monopolio de la intermediación informativa. Durante unas décadas y en algunas partes del mundo, el cotidiano impreso fue el canal por definición, y su influencia era enorme, puesto que decidía lo que se comentaba y se callaba. El único freno eran los demás periódicos: la competencia como contrapeso. Pero todo pasaba por las rotativas que vomitaban millones de copias. Los gobernantes para dirigirse a los gobernados, los ciudadanos para exponer sus quejas, los opinantes para tirarse las opiniones a la cabeza. Los vendedores para darse a conocer, los organizadores de cualquier acto para conseguir asistentes. Cuentan que una huelga en Burdeos provocó alteraciones como una caída en la asistencia a las salas de cine e incluso a los funerales, pues los bordeleses no sabían qué películas daban ni quién había fallecido.

Eso ya no es así, desde hace tiempo.

Primero fue el asalto de los medios audiovisuales. La radio, que la política de masas convirtió en gran medio de propaganda. De Gaulle y sus arengas desde la BBC de Londres. Luego llegó la tele, y el mismo De Gaulle le preguntó a Kennedy: ¿cómo puede usted gobernar sin controlar la televisión? Pero ambos eran y son medios verticales, desde un emisor único hacia una multitud de receptores. No son el mito idealizado del ágora griega, sino el púlpito del templo. Hasta que llegó internet y con él las redes sociales, los blogs y microblogs, y cualquiera se pudo convertir en editor unipersonal. Ya no es cierta la frase de Roger Garaudy, para quien la libertad de prensa empezaba en los diez millones de francos (de los años sesenta). Ya no hay que pedir una licencia al gobierno para una difusión amplia de vídeos y sonidos. El resultado es una algarabía sin sentido, pero millones de personas se orientan en ese territorio.

Una consecuencia práctica de la novedad es que los protagonistas habituales de la información pueden comunicarse directamente con la gente que está pendiente de ellos. No solo de primaveras árabes habla la red. Las grandes estrellas del pop musical tienen millones de seguidores en sus cuentas de Twitter. Es más: el dato se considera un indicador de popularidad. Si quiere saber qué ha desayunado su actriz favorita no es necesario que vaya a las revistas del corazón. Cuando otean a un paparazzi, se hacen ellas mismas la foto, la cuelgan y la exclusiva se va al agua. Los parlamentarios transmiten en directo los debates del parlamento con sus comentarios. Y los gobernantes se dirigen a sus votantes. Barack Obama tiene casi 36 millones de followers. Le superan Justin Bieber (44 millones) y Lady Gaga (40 millones). Bieber usa su cuenta para escribir cosas como: «Gran día», «Gran cena, la vida es maravillosa». Obama, cuya cuenta en realidad es operada por su equipo de prensa, difunde titulares trufados de autobombo que llegan directamente a 36 millones de personas y son reenviados a varios millones más. ¿Tiene algún sentido que la prensa diga lo mismo al día siguiente?

Ante la irrupción de los medios audiovisuales, los periódicos, con más o menos resistencia, acabaron abandonando los terrenos en que la nueva competencia les llevaba ventaja y se centraron en cosas que podían hacer mejor. El viejo dicho: la radio da la noticia, la televisión le pone imágenes, el diario la interpreta. Y hace más cosas: investiga, reflexiona, levanta secretos, elabora dosieres complejos. O se especializa.

¿Qué está haciendo ahora ante la nueva revolución, la de las redes? Por de pronto, ponerse nerviosa. Y no sólo ella: también la radio y la televisión. Todos están deslumbrados, como hipnotizados, y atemorizados. Si Bieber, Lady Gaga y Obama pueden llegar directamente a la audiencia, ¿qué clase de intermediación van a ejercer los medios de masas? Si los propios periodistas están pendientes de Twitter para saber lo que hacen y dicen los protagonistas, ¿para qué los necesita el público?

Falta tiempo para que se produzcan las adaptaciones a estas nuevas realidades. Mientras tanto, un efecto casi ridículo se está produciendo; con la idea de que la red es lo que cuenta, hay quien se dedica a llenar las páginas con decenas de mensajes tuiteados, sin más. No se trata ya de divulgar tuits comprometidos, sino de adorar a Twitter como manantial de verdad. Y así, el medio supuestamente más reflexivo y reposado se aboca a reproducir los contenidos del medio más nervioso e irreflexivo.

No hay futuro para los empleos que hacen lo que pueden hacer las máquinas o los asalariados infrapagados del tercer mundo. Recortar y pegar tuits responde a esta descripción. Los tuits son materia prima para el periodista, una más, pero solo creará valor si la utiliza con otros materiales para construir algo nuevo e interesante.